Siguiendo con el cuento
Un análisis constante de nuestros actos diarios nos ayuda a entender su grado de automatismo, y a definir si están o no contribuyendo con el progreso social.
A hacer este análisis es a lo que hemos invitado, a través de nuestra columna anterior, a quienes se ocupan de hacer narración oral, pues la observación juiciosa de muchos de ellos, desprovista de animosidades o de sentimiento de competencia, nos llevan a suponer que no existe un consenso entre quienes fungen como narradores orales acerca del para qué hacerlo.
Una actividad convertida en una moda, lo hemos dicho otras veces, tal como está ocurriendo con la narración oral, es objeto de múltiples formas de expresión, que tienden a desdibujar su derrotero, y a convertirla en un objetivo más de competencia, pues da la impresión de que muchos de los apoyos de que se valen algunos de quienes cuentan cuentos no se encuentran relacionados por un estudio previo y su desencaje al momento de la narración desvía la atención del oyente.
Y no es que la veterana práctica audiovisual en el proceso de enseñanza- aprendizaje haya dejado de tener vigencia, pues se nos ocurre es, que cuando lo visto y lo oído no se parecen, u ocupan posiciones equivocadas, se generan dos estímulos simultáneos que seguramente no dejan un registro ni de conocimiento ni de recuerdo sostenible en el individuo.
No hemos hecho un recorrido semántico, entonces, sobre la palabra cuento con la intención de restarle respetabilidad a esta expresión, sino de llamar la atención acerca de las trampas que nos pone en el camino la costumbre de quedarnos con la primera noticia, de aceptar, sin revisión, las definiciones de las palabras, con muchas de las cuales convivimos a lo largo de la vida, de dar por cierto el lenguaje empleado en la vida cotidiana, como si fuera el oficial, y de olvidarnos de que la historia de cada individuo tiene sus matices, no obstante ser éste también parte de una historia colectiva.
Algunas voces que han decidido expresarse con relación a nuestra columna pasada nos sugieren la idea de estar tomando nuestra posición frente al tema de contar un cuento, como displicente, cuando lo que en realidad queremos es insistir en la necesidad de hacer una revisión de conceptos y conocimientos, antes de emprender camino a través de una disciplina cuya misión no está debidamente catalogada, como sucede con la narración oral, o, para decirlo de otra manera, para prever las consecuencias que le genera el desacuerdo entre quienes cuentan algo de viva voz.
La narración oral, por constituir un punto de partida de importancia para mantener flujos, contenidos y procesos de cohesión social, si está decidida a jugar un papel en el desarrollo del pensamiento humano, pero si además de eso quiere convertirse en una disciplina artística respetable, debe estar expuesta a una permanente revisión, debe crear sus propias técnicas para que su parecido con otras disciplinas artísticas no le resten autonomía e identidad, pero sobre todo debe hacerse a la idea de que su destino está más allá de la búsqueda de elementos de impacto y de competitividad.
La narración oral, sospechamos, es una actividad que, desarrollada a conciencia, puede convertirse en una aliada incondicional para mantener enraizada en la memoria de largo plazo el destino social, porque en todo relato hay un hilo invisible que le está recordando al lector o al oyente su condición humana.
He ahí la razón por la que tanto interés tenemos en que esta actividad sea algo más que un entretenimiento.