Y no es coña

Por omisión

En una encrucijada metafísica, cuando parece que existe crisis de todo menos del componente ególatra, las acusaciones «por omisión» empiezan a colocar una nueva doctrina retorcidamente fundamentalista, casi siempre formando parte de un discurso oculto muy ventajista. Indudablemente se puede cualquiera colocar en una postura absolutista, pontificar, predicar y a partir de ahí, quien no cumpla con esos perspectivas marcadas unilateralmente puede ser considerado un pecador por omisión.

La acción en casi todos los órdenes de la vida requiere de un proceso selectivo, donde la elección requiere sacrificar, obviar, omitir unas cosas para apostar por otras. Sea en un reparto, una producción, la elección de un tema para una obra, la programación de una sala o un teatro, la colocación del foco en un análisis de un espectáculo. Probablemente sea una de las situaciones más ridículas que realiza cualquier ser humano cotidianamente, pero debe elegir ente comer carne o pescado, arroz o macarrones, manzana asada o natillas. O antes, ponerse el pantalón vaquero, el gris o los zapatos de cordones.

Por lo tanto acusar de «omisión», a una programación, a un reparto o a una opinión, es un acto que requiere mucha argumentación para no quedar en un simple acto vindicativo menor y particular. Es obvio que si en un programación de un teatro institucional no aparecen obras de dramaturgos españoles, se le puede acusar por omisión, de una parte importante de la raíz de una apuesta propia, pero si aparecen unos autores, los que sean, los que no están, no pueden acusar a esa programación «‘por omisión», sino, acaso, por su exclusión. Este proceso de metonimia vindicativa, es una muestra prístina de demagogia básica, porque se intenta que «lo mío», se convierta en un problema «de todos». Y no se puede negar que en ocasiones lo de muchos sí forma lo de todos, pero existen demasiados sobrecargas de ego que solamente miran a su ombligo y a su cartilla de ahorros. O viceversa.

En los diversos talleres, debates, encuentros dedicados a la crítica teatral en los que he tenido la suerte de participar, siempre insisto en algo muy preciso, muy importante: se debe analizar lo que se ha visto. Una crítica a un espectáculo no debe contaminarse con críticas a la política teatral, ni al precio del gasóleo, ni al clima. Y una vez focalizado el objeto de nuestro análisis, cada cual debe enfatizar en aquello que le parezca más importante, reseñable. Siempre siguiendo un esquema, una guía, que debe ser semejante a la que sigue el proceso creativo y de producción. Y es evidente que en esa elección de lo que se destaca, lo que se obvia, lo que no ha llamado la atención, se omiten partes. Pero eso es un ejercicio de libertad, no un acto deliberado de omisión, si acaso de incapacidad para entender en toda su complejidad los espectáculos actuales, tan preñados de signos y significantes variados y variables.

Otra cosa es que alguien no vaya a ver un espectáculo, o a una compañía o a un autor de manera sistemática. Eso no es una omisión, eso es una fobia. O algo peor. Cosa que puede suceder no solamente en el tema colateral de la crítica, sino en la programación, los repartos, las ayudas o subvenciones. Esas omisiones sí son detectables y denunciables, pero las que se producen como elección, es decir como manifiesto programático de un teatro, una institución o una compañía solamente puede ser criticadas desde la argumentación sensata, no desde la histeria, la paranoia o el fundamentalismo portátil y oportunista. Y digo más, al ser esa declaración estética, ética, política, la suma de esas elecciones, se puede al final hacer un análisis general, pero de lo que se ha programado, no de lo que no ha venido, no se ha producido. Aunque a veces se haga, como manera de referenciar, de indicar aquello que nos gustaría que se programara, pero esta actitud de señalamiento es un juego entretenido, pero con poco valor crítico y sin apenas eficacia resolutiva.

Me omito por hoy.


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