Los asesores de cultura
Estaba forzando la memoria, con el fin de hallar antecedentes para hablar sobre el interior y su relación con el exterior, pero la columna de la semana pasada de don Carlos Gil Zamora, dedicada a los profesionales, cambió mi ruta, porque en ésta el columnista hizo un repaso a los gestores culturales, y este es un tema que me pone de inmediato a pensar en otros apéndices de este sector, poco visibles, que son una especie de aristocracia en la sombra, con facultades para hacer y deshacer, porque nadie se ocupa de explorarla, razón por la cual considero necesario hacer comentarios, con fines aclaratorios sobre su introducción soterrada en el sector cultural, para hacer recaer sobre ella la mirada escrutadora de quienes de una manera u otra están relacionados con el quehacer cultural, porque a quienes integran estas aristocracias nunca se les ve en el fango, amasando el barro de la cultura, porque despachan siempre desde un gabinete, y su saber, en la generalidad de los casos procede solo de los libros, con lo cual no hacen nada diferente a teorizar, y a sacar de circulación a quienes han aprendido a hacer gestión a partir de la práctica.
Estoy hablando de quienes fungen como asesores, y que son llamados de muchas formas, dependiendo del relieve ideológico que se quiera dar a su presencia en sociedad.
Esta es una aristocracia en formación, cuyo crecimiento acelerado se debe al discurso economicista adoptado por el sector cultural para volverse más creíble como parte de un proceso social, y cuya tendencia, al parecer, es suplantar el andamiaje de gestión cultural tradicional, por lo que es muy posible que con el paso del tiempo y la indiferencia de gestores ocurra con esta actividad algo similar a lo que sucede con los bancos cuando se fusionan y es la pérdida de su identidad local, y con ésta, de la posibilidad de hacer actividad artística y cultural donde la rentabilidad económica no la justifique.
Hay, además, un discurso, cada día más incrementado, para justificar el exceso de burocratismo dentro del sector cultural, cuyos principales argumentos son la necesidad de su industrialización y de la conversión en mercancía de todos sus productos, para ajustarse a las necesidades actuales de globalización.
La anterior explicación nos abre el camino para comprender porqué los buscadores de poder están poniendo tanto interés en abordar un sector que tradicionalmente sólo aportaba riqueza emocional y satisfacción personal. Nunca antes los políticos se habían interesado en este sector, porque era un espacio de soñadores y no formaba parte de los anhelos sociales generales ni tenía a su disposición un presupuesto autónomo, porque antes este sector era subalterno de otro, ni servía de trampolín para saltar a la arena política, con perspectivas de éxito, por esa cierta desconfianza que tradicionalmente sugería quien andaba metido en cosas del arte y afines que conllevan el riesgo de poner a pensar a la gente.
Ahora todo es distinto. La cultural no es ya una actividad que infunde desconfianza, porque su gestión, asesoría y desarrollo están en manos de individuos atemperados, que atienden con respeto a las leyes del mercado y poseen la madurez necesaria para decidir, previo estudio de conveniencia económica, adónde y con quién se debe hacer gestión cultural.