Zona de mutación

Albañil de realidades

Cuál es la pregunta por la realidad en el espectador de teatro. La presunción de realidad no se desarrolla por el mecanismo de ‘ilusión cómica’, como lo llamó Corneille, sino por el choque con un muro espectacular que se desgrana en sensaciones que empatizan antes que identificar. El choque a veces brutal del espectador con los elementos primarios de la materialidad escénica, estructuran por sorpresa, por ritmo, por el advenir de lo inesperado. El espectador puede sentirse a resguardo, al socaire de la escena, o a merced de su peligro, de su arrebato y desafío. El espectador es sometido a un trance, según que es poco probable que como espectador prevenido ‘necesite’ algo, por el contrario, es más bien avasallado por un juego presencial que atraviesa el cuerpo. Querer ‘verlo todo’ implica una transferencia pesada del espectador al actor. El espectáculo es una carga que se ritma perceptivamente antes que con supuestos subjetivos. No es que el espectador espera algo, sino que siente a cuenta desde el primer signo. El juego participativo tampoco puede reducirse a un mero esquema de pasivo-activo, sino a un equilibrio de cóncavo-convexo, de generación y parto. El espectador que está ‘fuera’ no es espectador por definición, en tanto toda espectatura es una lectura. Una sesión teatral contemporánea se acerca más a un ejercicio autopoiético, de toma y daca entre espacios que no son abstraíbles a escena-platea, sino a pulsiones y deseos, a elaboraciones y eficacias, a golpes de cincel en el instante. Se puede tomar como un ejemplo que sonará exclusivo de otra arte (la pintura), pero no es así. Se trata de los roles en la película «La bella mentirosa» de Jacques Rivette, la íntima platea-escena en el taller del pintor, alimentada de mutuas perplejidades.

El pasado narrativo en una fábula articula sin mayores problemas con la espera del público. Pero esto no es lo que define al teatro contemporáneo, al que se trata de aludir. La autoconstrucción que concreta en emociones y sensaciones reales, no se vale de prevenciones, ni en precedencias devenidas de los roles. Y en este sentido el teatro es un olvido en el que las neuronas espejos enlazan los cuerpos en un orden psicofísico grupal, cuya dramaturgia está regida por jadeos, risas, despliegue, disposiciones, entregas, rechazos, prejuicios. En el instante del público y escena, hay un punto en que esos polos se adivinan la intención, por decir así, la descarga. El punto de encuentro produce una energía que fuga a ‘otra escena’. No se subjetiviza la escena, se subjetiva al andar, según basemos el proceso en las determinaciones psicológicas adquiridas o en aquel factor que va a configurar a partir de su acción, un determinado cuadro psicológico. El primer caso sería la relación según códigos esperables, previstos, la segunda es la mutabilidad que se hace conocimiento, autoconsciencia de que sólo no podría. Hay un punto catalizador que lo aportan el actor, el espectador y el propio encuentro. Esto referido sólo a cuando el contacto es cierto, efectivo. El no contacto plantea una situación no abordada aquí.

Esto significa no un encuentro consigo mismo, sino un ‘estar juntos’ en un espacio donde la experiencia vivida, vale en relación a ese espacio.

La búsqueda rápida, por parte del espectador, de los canales de empatía, resulta una fuerza estructurante, porque según lo que se sabe, según las determinaciones perceptivas, se irá dando una clasificación de lo que es bueno de lo que es malo. Una similitud y hasta una simpatía por la fuerza dramática que se elige agonísticamente para que triunfe.

Los puentes imaginarios tienen connotaciones sublimatorias que hacen que lo más difícil se parezca ‘a mí’. Hasta en un devaneo de monstruos, el antropomorfismo traza pistas empáticas por la que un gesto, un tono, un perfil caracterológico, pueden romper cualquier extrañeza. Son las pequeñas proezas perceptivas que colaboran a dramatizar la experiencia.


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