Críticas de espectáculos

C(h)oeurs/Teatro Real/Ballets C. de B.

 

Coros y Corazones

 

Tres bailarines en escena. Vestidos pobremente, con unas sayas. Uno, veloz, entra y sale de cajas medio encorvado, como huido de un cuadro de Brueghel. Otro permanece quieto parado. El tercero, junto al proscenio, nos da la espalda. Se sube poco a poco el lienzo que le cubre hasta enseñar el culo. Al fondo, una escalinata de cinco o seis peldaños. En lo alto, tras una gran cortina de tiras de plástico, se adivina la presencia de los miembros del coro. Y arriba del todo, colgando del telar, unos altavoces concentracionarios parecen a la espera de dar órdenes. Mientras tanto, han entrado algunos bailarines más de blanco y rojo, aunque tan míseros y desvalidos como los primeros. Intentan dar saltos y bailar pero, por lo general, caen al suelo y por él se arrastran, reptan y se revuelcan. Por las convulsiones de sus brazos y piernas, parecerían presa del baile de san Vito. Y es entonces cuando, atronadores, se arrancan los coros y la orquesta con el «Dies irae» del Requiem de Verdi.

De ahí al Infierno del Dante hay poco trecho. Agobiada por el tremendo estruendo de las voces y la ingente masa instrumental, esta irrisoria muestra de humanidad doliente se aflige consternada por el remordimiento y por la culpa. Alguna falta inmensa, imperdonable, tuvo que cometer la especie humana para tener que andar siempre humillada: «¡Pecado original!», aúllan los curas; «¡Insumisión!», braman los gobernantes; y «¡Desacato!» graznan los jueces. Los patronos se quejan de la baja productividad y el gran salario, y el ávido banquero apunta en sus balances: «¡Me deben un montón de dinero!». No es de extrañar que el animal humano agache sometido la cabeza ante tal aluvión de reprimendas, abandonado y solo como está, y sin defensa. Como lo hacen ahora los frustrados danzantes en escena, cada individuo busca apoyo y sostén en el de al lado, se restriega y se frota con él, le da la mano… pero todo es inútil y cae de nuevo al suelo, desahuciado.

Orquesta y coro atacan fragmentos de dos óperas, Lohengrin y Tannhäuser, que Wagner concibiera en los revueltos tiempos del 48. Traspasando la cortina de lamas, los miembros del coro se dejan ver por fin escalinata arriba. Van vestidos de calle, con traje gris. Y de pronto, al tiempo que siguen con sus cantos, bajan los escalones, se quitan la chaqueta, la dejan hecha un higo en el proscenio, se mezclan con los bailarines, ocupan el escenario entero… ¡y danzan! O mejor dicho, se desplazan por el espacio escénico al ritmo que les marcan los danzantes. El panorama cambia radicalmente: ya no hay sólo un puñado de desvalidas víctimas sino que las arropa un bien nutrido grupo de gentes del común que forman, junto a ellas, toda una multitud. Un gentío que corre del uno al otro lado de la escena, desorientado por la estridente algarabía que amplifican al doscientos por cien los altavoces – tal vez una proclama, puede que una marcha militar, o el rugir de los «fans» en un partido… No se distingue nada, todo es confuso y, consecuentemente, el pueblo gira en círculos, se divide en columnas, no sabe adónde va. Tan sólo los compases del «¡Wach auf!» («¡Despertad!») de los Maestros cantores wagnerianos nos recuerda, acuciante, que «la vida transcurre como fluye la arena entre los dedos».

Un melancólico sentimiento de nostalgia, de evocación de un paisaje añorado que nunca jamás volverá a ver, se apodera de la multitud mientras se escucha el «Va pensiero» del Nabucco de Verdi. Es esa sensación de paraíso perdido que nos invade en el día de hoy cuando echamos la vista atrás y contabilizamos los restos del naufragio, cuando rememoramos el amable pasado y sólo avizoramos un futuro marcado por la incertidumbre y el temor. Claro que no todo ocurrió por casualidad o fue determinado por la Providencia o el Destino. Esa explosión lumínica que inunda el escenario y el belicoso estruendo del «¡Heil! König Heinrich! Heil!» protohitleriano, que a punto están de reducir a un montón de cenizas al único representante de la especie que resiste en escena, nos recuerdan que la Historia está ahí y son los hombres quienes han de escribirla. Como por casualidad, la escalinata, ahora, está sembrada de cadáveres. Y es que el pueblo ha tomado conciencia, si no del «porqué» sí del «qué» pasa, y avanza hacia el proscenio, incontenible y reivindicativo, exhibiendo pancartas con sus demandas: «justicia», «libertad», «trabajo», «igualdad», «solidaridad»… la eterna retahila que, desde las jornadas revolucionarias de 1848, reivindican en vano los obreros contra los tenedores del capital (o la multitud contra el Imperio, como hoy nos diría Toni Negri).

Pero esa multitud, esos protagonistas de la «primavera árabe», del «Occupy Wall Street» o el 15-M, no es ya la masa proletaria e informe del pasado sino que ostenta hoy su nombre y apellido, como nos lo recuerda cada miembro del coro voceando los suyos ante el público. Y así, a las antiguas reivindicaciones, se suman otras nuevas: «paz», «reconocimiento», «amistad», «afecto», e incluso «amor», sentimientos que se expresan en escena por medio de la interpretación orquestal, coral y coreográfica de diversos fragmentos de La traviata de Verdi, incluyendo un portentoso «pas de deux» que parece especialmente dedicado a quienes dicen que los bailarines de Platel no saben bailar. Y es que aquellos bailarines vacilantes que, al principio, no daban más que trompicones se han convertido, de la mano de la multitud, en egregios artistas que transmiten el sentir, los anhelos y las necesidades de ésta.

Es el momento de ponerse en marcha y entrar en acción mientras vuelve a resonar el Requiem que Verdi dedicó a Manzoni y hoy se llama «del Risorgimento». Y en efecto, de un resurgir se trata en cuanto al apocalíptico «Dies irae» del principio le viene a sustituir el esperanzador «Libera me» final («Libera me, Domine, de morte aeterna / in die illa tremenda / quando coeli movendo sunt et terra…»). Sí, hoy se conmueven los cielos y la tierra bajo el asalto inmisericorde del capital y las finanzas a los propios cimientos del estado del bienestar. Y ante la pasividad de la gran mayoría, unos pocos alzan el puño y fundan con argumentos su protesta. Jan Vandenhouwe, el dramaturgo musical de C(h)oeurs, trae en este punto a colación unas palabras del filósofo Slavoj Zizek a los indignados de Wall Street que me parecen muy oportunas para resumir el espíritu de la obra: «Estamos al inicio, no al final del camino. Nuestro mensaje básico es: se ha roto el tabú, no vivimos en el mejor mundo posible, podemos y debemos pensar en alternativas. Nos queda un largo camino por recorrer, y pronto tendremos que hacernos preguntas difíciles – preguntas no sobre lo que no queremos, sino sobre lo que SÍ queremos».

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Ante un espectáculo tan bello, tan elaborado y tan complejo, no es de extrañar que se haya producido una radical división de opiniones entre el público del Real. Como tantas veces ocurre, el problema de nuestra derecha no es su brutalidad, que le es innata, sino sencillamente su ignorancia. Ante lo que no entiende – aunque se huela perfectamente de qué va – reacciona con una violencia que para sí quisieran los antiguos «reventadores» estrenistas: se carcajean, hablan entre ellos en voz alta, expresan su «opinión» a voz en grito y cuando, airados, deciden abandonar su asiento, lo hacen armando el mayor revuelo posible y dando un portazo al salir de la sala. Están en su derecho, pero les convendría recordar que fueron a colegios de pago. Por lo que no protestan, y sí que deberían hacerlo, como el resto del público, es porque se les haya mantenido en la inopia durante tantos años. Alain Platel y su compañía, «les ballets C de la B», no son unos descamisados que Gérard Mortier (¡Dios nos asista!) nos haya metido de matute «pour épater le bourgeois», sino la continuación lógica de toda una tradición de coreógrafos y bailarines – Anna Teresa de Keersmaeker, Jan Lauwers, Jan Fabre, Sidi Larbi Cherkaoui, Koen Augustijnen o el propio Platel – que, influidos por Maurice Béjart durante la prolongada estancia de éste en el Théâtre de la Monnaie de Bruselas, han hecho de Bélgica, y en especial del país flamenco, el centro de la danza europea contemporánea. Que sus trabajos no sean conocidos en nuestros lares – salvo algunas intervenciones puntuales en el Festival de Otoño – no hace más que empeorar las cosas y aumentar nuestra ignorancia, que no es poca. Una situación que además se complica cuando una parte de nuestra crítica especializada en danza recibe una obra rompedora como ésta de una forma y manera absolutamente mostrenca.

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Maurice Béjart estrenó su Misa por el tiempo presente en el Festival de Aviñón de 1967, que aún dirigía Jean Vilar. Con música del compositor electroacústico Pierre Henry y textos de Nietzsche, Buda y el Cantar de los cantares, el coreógrafo marsellés se adelantaba a su tiempo reflexionando sobre la reciente historia de Europa (uno de sus episodios se titulaba «Mein Kampf») a partir de la fusión de diversas culturas artísticas y literarias del mundo entero. Yo tuve la oportunidad de verla a finales de aquel mismo año en el teatro del palacio de Chaillot, sede del Teatro Nacional Popular en París, abarrotado hasta los topes de trabajadores y estudiantes. El ambiente más bien efervescente que allí se iba palpando a medida que avanzaba la representación respondía al convencimiento general de estar asistiendo al comienzo de un nuevo ciclo en la historia del continente, una época de paz y de armonía que traería consigo la solución de todos los conflictos (vivíamos en plena época «hippie»). Pocos meses después estallaba el Mayo francés. No sé por qué, me dio la impresión en el Real de que el C(h)oeurs de Platel podría ser la Misa por el tiempo presente de nuestros días.

David Ladra

Título: C(h)oeurs; Director musical: Marc Piollet; Director de escena, coreógrafo, escenógrafo: Alain Platel; Director del coro: Andrés Máspero; Dramaturga: Hildegard De Vuyst; Dramaturgo musical: Jan Vandenhouwe; Música adicional y paisajes sonoros: Steven Prengels; Figurinista: Dorine Demuynck; Iluminador: Carlo Borguignon; Diseñador de sonido: Bart Uyttersprot; les ballets C de la B; Coro titular del Teatro Real; Orquesta titular del Teatro Real; Producción: Teatro Real y les ballets C de la B; Estreno mundial: del 12 al 26 de marzo 2012


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