Tenemos un cerebro hipócrita
Algo no cuadra. Cuando nos hablan del cerebro humano quedamos maravillados por la perfección de un órgano que es capaz de acometer y modular con extrema finura múltiples funciones del cuerpo. Nos ponemos poetas y pensamos que no hay ingeniería en el mundo capaz de actuar de forma tan compleja y armoniosa como lo hace este impresionante cúmulo de neuronas con forma de nuez. Resulta paradójico, sin embargo, que el ser humano, gobernado como está por esa máquina aparentemente tan agraciada, se muestre en infinidad de ocasiones miserablemente embustero, ruin y corrupto. Alguien puede esgrimir el clásico razonamiento de que el ser humano no es malvado en sí mismo, sino que son las circunstancias las que lo vuelven así de despreciable. Pero a día de hoy, desde el momento en que somos capaces de controlar y descontrolar casi todas las circunstancias que nos rodean, desde el clima a los genes, esta justificación queda totalmente desfasada. Algo no cuadra, pues, en esta visión idílica que generalmente se vende del cerebro. Quizá el piloto no sea tan bueno si el coche se sale de la calzada tan a menudo.
En la actualidad, ya hay numerosos científicos que ven el asunto desde otra perspectiva y consideran que, de la misma manera que no todo el monte es orégano, tampoco el cerebro es fuente exclusiva de comportamientos ejemplares. Estos discrepantes estudiosos se remiten a una cuestión primordial: a lo largo de la evolución, el cerebro no ha sido diseñado para mantener unas relaciones cordiales con sus congéneres ni para posibilitar la armonía con otras especies, su principal cometido, aunque suene maleducado, es permitir la supervivencia del organismo donde habita. Hay que mantenerse vivo. El resto es poesía, que diría Heiner Müller.
En esta misma onda, según pude ver en el programa «Redes» de Punset recientemente, se encuentra el psicólogo Robert Kurzban, que asegura que el engaño es una de esas estrategias deshonestas que ha desarrollado el cerebro para sobrevivir. Como un ejemplo entre muchos, ponía el caso de algunos peces abisales. Resulta que estos peces tienen una parte de su anatomía que se asemeja a un gusano. Cuando agitan esta protuberancia atraen la atención de los peces más pequeños y éstos, inocentes, se acercan pensando que se van a dar el gran banquete. Los peces mafiosos aprovechan entonces esa situación para zamparse a los pobres incautos. Qué listos, los cabrones. Y ahora, si miramos a nuestro alrededor, uno se da cuenta de que los bancos han seguido una estratagema similar. En su día pusieron suculentas hipotecas como cebo al por mayor y hoy, en medio de una debacle generada por ellos mismos, engullen a todos aquellos que no pueden pagar. Una versión del engaño más depurada y compleja, pero igual de salvaje.
Kurzban va más allá en el asunto y apunta que este cerebro nuestro que tanto adoramos es esencialmente hipócrita. Lo que oyen. Por lo visto, en el cerebro actúan diferentes módulos que no siempre comparten la misma información y, en su evolución, el cerebro ha aprendido a desvanecer esas contradicciones y a asumir como real aquella información que es más ventajosa para el sujeto, aunque ésta no se corresponda con la verdad. De esta manera, invariablemente tendemos a vernos más inteligentes, más atractivos y más hábiles de lo que el espejo o nuestras aptitudes marcan. Y como consecuencia, al creernos mejor de lo que realmente somos, permitimos que el autoengaño se traspase y que quienes nos rodean también piensen que nuestras virtudes son mayores de lo que lo son en realidad. Ello nos permite, entre otras cosas, una mayor facilidad para encontrar pareja o mejores alianzas con quienes nos rodean. En definitiva, que el cerebro nos prepara de forma sibilina para lo que vulgarmente se llama «vender la moto» y sacar provecho de ello.
Todo esto puede resultar bastante descorazonador, pero puesto sobre el eterno debate que tan en boga puso Diderot con su paradoja y esa difusa línea que separa al actor del personaje durante la interpretación, el tema puede aportar un punto de vista particular. Con todos los matices que se quieran aportar, ciñéndonos a lo esencial, el actor está obligado a ser otro personaje y a la vez él mismo. Vive por tanto una contradicción, un engaño, una hipocresía (recordemos que en tiempos de los griegos al actor se le llamaba «hypokrites»). Sucede entonces que el buen actor no ve su oficio como un engaño ni una contradicción, lo percibe como acto de fe y sinceridad. Es decir, el buen actor es alguien que ve coherencia y verdad allí donde otros, con ojos académicos, ven un juego de fingimiento; es alguien que cree fehacientemente en algo que quienes miran saben que no es real. Podríamos concluir, entonces, que el hecho de que el cerebro esté naturalmente adaptado para engañar y engañarse puede presentar una ventaja para todo actor que sepa utilizarlo. Es una manera positiva de ver el asunto. Aunque quizá yo también me esté autoengañando. Quién sabe.