Estampas bilbaínas
Las marquesinas de los autobuses de Bilbao, lucen, desde hace semanas, a un Llorente estrella del equipo de la tierra. Está arropado por cientos de banderas rojas y blancas que las fachadas de las casas han utilizado a modo de bufanda para engalanarse para la ocasión. Miren donde miren los ojos estos días en Bilbao, no harán más que toparse una y otra vez con la imagen de perfil de este hombre joven y fuerte, tomada en pleno campo de fútbol. Su boca está abierta y es rugido propio de la determinación que la carne solo asume en la lucha cuerpo a cuerpo y en pleno fragor de la batalla. Resolución, sudor, valentía y presencia viva de gladiador contra romano. En las gradas del fondo, desdibujada, se percibe una multitud rotunda y arrolladora, que apoya desde la tribuna al luchador, que es cabeza egregia de un pueblo entero, de una tribu. Esta fotografía es un bello ejemplo del arquetipo del héroe-guerrero, encarnado en estos tiempos en el goleador de un equipo de fútbol que tiene nombre y apellidos: Fernando Llorente Torres.
No tiene, en cambio, nombre ni apellidos concretos, el arquetipo de mujer que nos mira desde la cara B de las marquesinas de los autobuses de Bilbao con ojos de luna llena y pestañas de maniquí de los años 60. Ninfa primaveral donde las haya, Flora, que en este caso anuncia un perfume femenino, es todo candor y dulzura que resbalan por su melena larga, rubia y casi anodina. Tiene la piel muy blanca, los labios entreabiertos, leves pañuelos de seda al pálido cuello, mecidos por el viento. Lo cierto es, que el espectador atento que no se deje arrobar del todo por la fuerte atracción que ejerce la inocente mirada de Flora, quizás desvíe su atención hacia el extremo derecho de esta fotografía. Resulta que allá, a lo lejos, en la esquina superior del cuadro, va emergiendo un bosque taimado, de puntiagudos cipreses alargados que se extienden hacia el cielo nocturno y que avanza promesas oscuras, como una sombra que se ciñera sobre la princesa de la boca de fresa que nos mira con ojos de animal deslumbrado desde la marquesina.
Muchas mujeres con nombres y apellidos concretos se comprarán el perfume sin ser conscientes del poderoso influjo que ejercen sobre ellas el arquetipo de la ninfa y el bosque oscuro que hay detrás de las flores rosas. Y se rociarán el cuerpo con el perfume sin saber, que cuando se han hecho con el frasco, también han querido comprar y han adquirido unas gotas de Melibea, de Ofelia, de Julieta o de la Justine de Sade.
Muchos son los hombres que perderán su nombre y apellido concretos para convertirse en masa que sustenta con ardor guerrero la lucha que tiene lugar en el foso del estadio de fútbol. Y, durante unas horas, lanzarán al aire himnos con voces profundas y valerosas y alentarán a su equipo y al capitán convertidos en coro fervoroso.
Unos metros después de la parada de autobús de la calle bilbaína del Muelle de la Merced, hay una fachada con unos soportales formados por unos arcos de piedra. El transeúnte que gire su cabeza para asomarse y mirar se encontrará con la siguiente estampa: unos escaparates enormes, acristalados, pulidos y brillantes de una tienda súper-moderna de muebles de diseño. En este caso, el fondo del cuadro es tan poderoso que acapara por completo nuestra atención. Por eso, habrá que estar muy atento para advertir, que en el marco inferior del cuadro que forma el escaparate, aún hay más paisaje urbano: dos o tres cuerpos enrollados en mantas y sacos de dormir, una litrona de cerveza medio llena y otra medio vacía, cartones que absorben la humedad del suelo de baldosas con forma de flor, típicas de esta ciudad portuaria.
A diferencia de las imágenes anteriores, donde el primer plano gozaba de un protagonismo absoluto y era difícil advertir las señales del fondo, aquí, los «sintecho» tienden a pasar más que desapercibidos frente al imponente paisaje de suntuosas cocinas de diseño que se muestra el escaparate. Y esos cuerpos arrebujados contra el cristal de los que no sabemos nada, bien podrían llamarse Matías, alias Moneda Falsa, Jacobo, alias ganzúa y Roberto, alias Serrucho.
Madre Coraje no coge el autobús. Pero si que se la puede ver últimamente por Bilbao, encarnada en distintas mujeres que empujan unos carros enormes rebosantes de los más diversos cachivaches. Algunas tienen unos culos enormes, cubiertos por faldas largas de flores, que se bambolean de un lado al otro, mientras ellas, sudorosas y sofocadas, suben sin resuello la cuesta de Irala. A veces, se paran, y se sientan en el bordillo de la acera a descansar mientras se abanican con la mano y saludan a algún conocido al pasar. Algunas no tienen dientes. Me han contado también que se las ve lavando en las fuentes. Cuando comiencen a tararear la canción «Bilbao» de Kurt Weil tendremos la prueba fehaciente de que a esta ciudad y a sus habitantes los está soñando Bertolt Brecht.