El Chivato

Nuria Espert y Ernesto Caballero conducirán la inauguración de la sala El Mirlo Blanco en el Valle-Inclán

Nuria Espert, Madrina de Honor del «Laboratorio Rivas Cherif», y Ernesto Caballero, director del Centro Dramático Nacional, conducirán hoy, 7 de mayo a partir de las 18.00, la inauguración de la sala El Mirlo Blanco en el Teatro Valle Inclán del CDN. A continuación, a las 19 horas, tendrá lugar un encuentro sobre el oficio del actor.

El Mirlo Blanco

El Mirlo Blanco fue el nombre que recibió el teatro de cámara creado en el domicilio de Ricardo Baroja y su esposa, Carmen Monné, en el número 24 de la calle Mendizábal de Madrid. Desde 1923 se reunían las noches de los sábados en la casa del matrimonio Baroja un grupo de escritores entre los que se encontraban Rivas Cherif, Manuel Azaña, Valle-Inclán, los hermanos de Ricardo, Pío y Carmen Baroja, y algunos más. En una de las tertulias sabatinas se decidió crear un teatro para representar obras de los propios asistentes que no llegaban a los teatros comerciales madrileños. Se le dio el nombre de El Mirlo Blanco en atención a su rareza dentro de la escena española y como un guiño irónico a El pájaro azul de Maeterlinck y a otras aves del imaginario simbolista.

Las funciones de El Mirlo Blanco se dieron en el propio salón de la casa de la calle Mendizábal, el director era Rivas Cherif y los actores los propios asistentes a la tertulia, con alguna ayuda ocasional. La primera sesión de este teatro de cámara se dio el 7 de febrero de 1926. Se puso en escena el prólogo y el epílogo de Los cuernos de don Friolera, de Valle-Inclán, Marinos vascos, de Ricardo Baroja, y Adiós a la bohemia, de Pío Baroja. En las tres sesiones siguientes, que se extendieron hasta el 22 de junio de ese año, se repusieron algunas de las obras de la primera sesión y se estrenaron otras nuevas: Miserias comunes, de O’Henry, Diálogos con el dolor, de Isabel Oyarzábal, Trance, de Rivas Cherif, Ligazón, de Valle-Inclán, Arlequín, mancebo de botica, de Pío Baroja, El viajero, de Claudio de la Torre, Eva y Adán, de Edgar Neville, y El gato de la Mère Michel, de Carmen Monné.

Varias de estas obras fueron escritas especialmente para El Mirlo Blanco, como es el caso de Ligazón, la penúltima obra escrita por Valle Inclán, y que saca el partido más brillante de la escasez de medios con que contaban en el salón de los Baroja. Es asimismo el caso de Adiós a la bohemia, el melancólico cuadro de la miseria madrileña que poco después convertiría en zarzuela el maestro Sorozábal.

Muy pronto el experimento teatral de los Baroja llamó la atención de la crítica, que acudía con entusiasmo a las representaciones. El más ilustre de todos, Enrique Díez Canedo, dedicó varias críticas a las funciones de El Mirlo Blanco. En junio de 1926 escribía:

«El Mirlo Blanco empieza por desdeñar un poco la actualidad. Se siente fuerte, con sus pintores, que están al tanto de las nuevas tendencias decorativas; con sus actores, capaces de entender un texto e interpretarlo fielmente; con sus autores, que no están, por cierto, al alcance de cualquier teatro grande».

Por entonces el teatro comercial español ofrecía un panorama de abrumadora pobreza. La revista, el astracán y el melodrama burgués copaban una cartelera de donde estaban ausentes nombres como el de Valle Inclán. Una escenografía rutinaria, una iluminación de pobreza abismal, un desconocimiento absoluto de lo que se hacía fuera de España, eran sus señas de identidad.

El pequeño teatro de los Baroja, en su rareza de «mirlo blanco», aportó un soplo de aire fresco, mostró cómo el teatro no necesita de grandes medios, sino de un agudo sentido estético, una voluntad no seguir los caminos trillados. El Mirlo Blanco señaló el camino de otros teatros de cámara que surgieron en los años siguientes y que marcaron la renovación teatral de la época de la República.


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