Matar al replicante
Cuando se desarrollan diálogos virtuales, no pocas veces se tiene la sensación que más que una interlocución con temas o contenidos, lo que se registra no es más una pléyade de ‘síntomas’, en donde lo que se intercambia, en caso de surgir diferencias, hacen fácil el atajo a la desavenencia, el rechazo, el insulto, bajo los designios de una represalia que puede llegar a ser feroz, y que en ciertos niveles de vehemencia, alcanzar límites de ofensa gratuita, discriminación y otras lindezas por el estilo. Así, lo que empezó como sano intercambio, deviene polémica, y luego hasta furia incontinente. En tren de destacar síntomas, es observable que en tales diálogos electrónicos, surgen fallos oscilantes de escritura, datos efectivos que hacen presentir la degradación hacia algún arcaísmo conductual, agudizado por la ausencia de un compromiso emocional cierto sobre lo que se dice. A esa mutación no sólo no se le teme, sino que será por ello mismo, que no se le exige un arte, como sí ocurre, por decir, con un actor/actriz. Y en esa situación, cualquier piedra ancestral puede ser tragada como dato de la contemporaneidad. En esa indolencia virtualizada, luego, cualquier cosa imaginable sirve para hacer puntería (simbólica) sobre el interlocutor. Quedan incluidos espacios de polémicas entre colegas, donde la común pertenencia (hasta pasional) a un territorio, no pareciera ser óbice y justificación para abandonarse a todo desmadre verbal, a todo alarde que la invisibilidad favorece, y que la voluntad de suprimir al ahora rival, connota. El abandono de todas las reglas, entre otras las que fácilmente podrían correlacionarse a castigos del código penal, es porque tal dilución es parte de un goce histérico y banal por derrotar al otro, por anularlo. En el máximo frenesí, por exterminarlo. El supuesto terreno de un diálogo, a través del malentendido, puede ser el de una sospechosa anulación, un virtual ‘desaparecimiento’ de la palabra del otro. Descubrimos que la contaminación del intercambio virtual favorece la des-información, la des-identificación y la des-personalización. Es decir, la realidad virtual no denota ser justa éticamente respecto a la realidad real. De allí que poder llevar un diálogo constructivo por esta vía requiere de buena voluntad, de veracidad, de cabalidad y de entereza moral por la propia salud espiritual. No es impropio que en estas explosiones coprolálicas la mención a la locura del otro aparezca a menudo como uno de esos síndromes desmedrantes, que no son sino la incapacidad moral de desear ver muerto a quien contradice los argumentos propios. Para esto bien valdría valorar lo que se dirimía en las almas de Artaud o Holderlin que vivieron hermanados a ella, en una ciclópea lucha por vencerla. Cretinizar hasta el paroxismo toda sujeción razonable, sirviéndose de elogiar a aquellos que compatibilizan con el propio argumento y pueden ayudar a potenciarlo, advierte que la operación de localizar el problema mental pareciera estar en la importancia que inconscientemente se adjudica al interlocutor. No pocas veces, en tales intercambios, se le pega a alguien porque en su verdadera dimensión, reditúa a favor de quien agrede. Cholulismo al revés: pegarle a aquel que reporta un beneficio discursivo. George Steiner dice que la soledad ontológica, el autismo (en este caso el ‘peceísmo -por la PC- sedentarista’) hace que el otro sea más o menos como un Dios o un Demonio imaginado. Si bien es común que toda esta caterva de insultos sea desechada por aquellos que defendiendo una actitud recta, evaden enfrentarse a las causas que generan moral, inhibiendo en su neutralidad todo compromiso con las condiciones reales, aún en su paradójica virtualidad, ignorando que estos mecanismos que se ejercen en un procesador de texto, invaden por desborde, por derrame, los espacios de la vida de relación presencial. ¿Cómo? A través de sus elusiones, invisibilidades, encriptamientos, sus elipsis, y demás condiciones sintácticas idóneas para la impostura relacional.
No extraña la aparición de discursividades que mimetizan estas taras virtuales y se postulan como dramaturgias de esta neo-realidad impuesta por las computadoras. El teatro deberá decidir si el diálogo es aún parte de un mecanismo complejo de percepción-conocimiento o una automatización gramatical de la imposición arbitraria que una yoicidad solipsística impone. Da la impresión que el teatro tiene nuevas zonas de conflictos, pero con todo, nuevos campos que justifican su agonismo intransferible.