Zona de mutación

El Teatro en la Cultura del instante

A menudo hacemos alusión al teatro en su posición (y desventaja) frente al goce presentista, inmediatista con que se desenvuelven los más jóvenes dentro de la ciudad, lo que extraña las cosas al punto que los más viejos se sientan ajenos. Es probable que aquellos prefieran aquellas experiencias donde a priori están garantizadas las participaciones de ‘la tribu’ a la que pertenecen, en la que el señuelo inspirador de la convocatoria no es otro que el de ‘la fiesta’. Lo que no significa un juicio de valor sobre el resto de la cartelera teatral en particular, o cultural en general, pero donde se acredita el factor festivo como decisivo para ser parte de lo que ofrece el programa. Un solo dato como éste es capaz de disparar en el espacio complejo de una oferta diversa, las discordias de por qué se prefieren unos espectáculos sobre otros, donde es probable que no medie demasiado rigor a la hora de catalogar a cada uno en sus niveles merituables. Este hecho que puede medirse por sus efectos antes que por sus causas, provee no obstante, en la consideración de las últimas, la sospecha de estar midiendo las cosas con vara que no necesariamente es la que mejor le cabe a lo observado. La dinámica cultural sigue los mandatos del mercado cultural, en cuyo seno, entre otros, está el teatro. Pero no escapa que tal situación, enfrenta ‘rupturas’ que indican con certeza que la gente se reúne en determinados sitios, a priori culturales (o no), según reglas alternas a las leyes de la mercadotecnia. No porque estén para siempre fuera de la misma, sino porque en su advenimiento, generan lo que luego son las probables extensiones de aquel mismo mercado, por el que se han dejado comprar sin ambages, cuando en honor a sus signos destacables, se probaron dignos de tal inclusión. Mientras tanto, esas rupturas se rigen y alimentan por las causas espontáneas, en los tiempos que corren, de una gregarización que corroe o contradice por múltiples matices, los imperativos que hacen coincidir la sala teatral con los diseños de la propia ciudad en la que esta se inserta. El espacio público de ‘Los Indignados’, connota una dimensión social que ilustra una oposición, en los marcos de una reunión diversa y voluntaria que se elige, y no que se padece como bien podemos consignarlo y verificarlo en los protocolos del consumo teatral y cultural. La simple oposición de drama proyectivo, progresivo, moderno, frente a lo trágico que connota lo presente, el instante, según analiza el antropólogo Michel Maffesoli, desborda el epicureísmo felicista por el que se agencia el sentido en la vida actual, para territorializar lo no dicho, cosas pendientes a ser expresadas por el hombre y la mujer en una nueva comunidad, que no agotan esos sentidos, en las masas juveniles reunidas en una ‘rave’ exclusivamente. Hay un goce trágico devenido del goce intelectual, si se quiere ‘serio’ (pero no adusto), en la que la sorpresa de ‘estar juntos’ en un sentido explícitamente político, supera la vieja oposición dionisíaco-apolíneo, operada como un re-descubrimiento de las máscaras escamoteadoras de los verdaderas tuberosas de nuestro occidente, para ser penetrada por los paradigmas otros a los del ADN greco-latino. Los mismos agentes de la interculturalidad son portadores activos del post-etnocentrismo.

La atención debe emplazarse alrededor de lo que parecían ser factores fundamentalmente etarios (los jóvenes, los adultos), al ser rebasados por una nueva intemperie, una desolación en el mundo tardo-capitalista que no por avizorada, menos efectiva en su impacto, instala una nueva necesariedad aglutinante: ¿qué hacer? ¿cómo sigue la vida? ¿qué significa hoy lo que hasta aquí significaba ser artista?, etc, etc.

El goce que las plazas públicas (las del Magreb, las de España, las de Washington y tantas a esta altura, como la devenida de las nuevas militancias en los países latinoamericanos) es un mecanismo de goce frente a la posibilidad concreta de la proyectualidad común. Y esto aunque tal proyecto no surja de la territorialización devenida de un ‘dolce far niente’, de una instalación conformista en la ciudad, sino de la inquietud real de que hay algo para hacer, porque de no hacerlo, se corre el riesgo que la fiesta de habitar la tierra, sea definitivamente para algunos pocos. Ya no «la disolución apasionada de todas las particularidades humanas en el seno de lo que el alma original tiene de divino y de animal» según profetizara Jung, sino la responsabilidad no menos disfrutable de la ‘communitas’ frente a los designios del individuo mezquino, agresivo, de las sociedades opulentas en peligro de dejar de serlo.


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