Emociones universales: ¿redescubriendo el fuego?
Si recuerdan, la semana pasada hablamos de Paul Ekman y de las microexpresiones. Resultó que, acabado el texto, se me quedaron la yemas de los dedos un tanto nerviosas, pues Ekman es reconocido en todo el mundo, no tanto por las mencionadas microexpresiones, sino por haber demostrado que hay ciertas emociones que son universales, algo que ha tenido cierto impacto en las artes que trabajan con la expresión humana, como la animación o el oficio de la interpretación. Como digo, me quedé con las ganas de haber tecleado algo más sobre el tema; y como además, la cuestión guarda alguna curiosa paradoja, esta semana no tengo más que dejar las riendas sueltas.
La historia de Ekman se remonta a mediados del siglo pasado, cuando siendo un investigador joven se planteó estudiar la expresión de las emociones en diferentes culturas. Por aquel entonces en psicología estaba en boga una corriente sociocultural, que venía a decir que el comportamiento humano viene determinado fundamentalmente por la sociedad y la cultura en la que se vive. Por extensión se creía que las emociones eran algo que se aprendía y que su expresión variaba de una cultura a otra. Ekman quiso corroborar dicha hipótesis en un amplio estudio de campo que le llevó a analizar hasta 21 culturas diferentes. Para su sorpresa, vino a demostrar lo contrario de lo que pensaba, es decir, que la expresión de ciertas emociones básicas no depende de aspectos socioculturales, sino que son innatas, universales. Un aborigen de Guinea Papua que no ha conocido ser humano más allá de su tribu, expresa la tristeza de igual manera que un baserritarra de Otxandio o que un ejecutivo de Wall Street. Hay dos signos inequívocos: cejas que se juntan frente arriba y labios que se curvan como si de los extremos tiráramos con dos hilos hacia abajo. Prueben a hacer la prueba ante el espejo. ¿Se les pone la cara triste, verdad? Pero no se me vengan abajo todavía, que seguimos desgranando la cuestión.
En el proceso de investigación Ekman llegó a definir seis emociones básicas. Ahí van: tristeza, alegría, ira, asco, sorpresa y miedo. Pero no sólo eso, con los años también identificó los signos precisos que indican cuándo una expresión esconde una emoción verdadera y cuándo no. Y es que, como se sabe, todo gran descubrimiento en manos humanas está sujeto al uso fraudulento que después se haga de él. Y con las emociones no fue una excepción. Así las cosas, a lo largo de la evolución algunos seres humanos intentaron sacar provecho de la situación y comenzaron a producir expresiones para mostrar ciertas emociones, aunque no las sintieran. Y ahí surgieron las sonrisas falsas, los enfados sobreactuados y demás sucedáneos de las emociones que derivan en chantajes emocionales.
En este sentido, la doble cara de la sonrisa (la expresión viene al pego) es particularmente gráfica. En nuestra vida diaria podemos distinguir la llamada sonrisa social («social» es un eufemismo para «falsa») y la sonrisa verdadera. La diferencia, aunque sutil, es determinante. Mientras en la sonrisa social sólo se activan los labios, que se arquean para dejar ver los dientes; en la sonrisa verdadera, además de los labios, se activa el contorno de los ojos, que tienden a achinarse. La conclusión puede resultar un tanto extraña: la verdadera sonrisa no está en la boca, sino en los ojos.
Los estudios de Ekman han sido fundamentales a la hora de comprender cómo se generan las emociones, y el propio Ekman ha aplicado su conocimiento a diversas películas de animación e incluso también al entrenamiento de actores. La paradoja está en que el carácter universal de las emociones es algo que aparece ya escrito en el Natyasastra, ese gran tratado hindú sobre las artes performativas que fue escrito hace unos 2000 años. De hecho, según dicho tratado, las emociones básicas son las mismas que describió Ekman, a las que se les añade la insolencia y el sentimiento de paz. Sucede además, que en ciertas disciplinas escénicas tradicionales, como el Katakhali, los actores entrenan durante largos años para poder expresar dichas emociones de forma artística y verdadera.
A la vista de estas dos historias, cuando en un lugar se toma por revolucionario algo que en otro lugar está asimilado desde hace siglos, uno no puede sino lamentar que el conocimiento no pueda viajar y transmitirse con mayor facilidad. Detrás de este estancamiento de los conocimientos, a veces está la simple imposibilidad de acceder a ciertas informaciones o experiencias, pero la mayoría de las ocasiones el problema reside en egocentrismos culturales. En este sentido, Oriente y Occidente son el paradigma de dos mundos claramente desconectados, algo que por fortuna, al menos desde el punto de vista del teatro, comenzó a revertirse a lo largo del siglo XX. En otras ocasiones, la desconexión del conocimiento se produce por una mezcla de prejuicio y ombliguismo, al margen de consideraciones culturales, gracias a ese sentimiento tan humano de creer que lo que uno posee es mejor que lo del vecino. Sea la razón que fuere, la trampa tiene un aspecto conocido: redescubrir el fuego y pensar que será algo revolucionario.