El secreto
Una serie de imágenes grabadas a cámara lenta revelan el fluir constante del cuerpo de la actriz, la sumisión total al acto que está desarrollando. Mírala: la luz que emana de sus ojos es pura vida. Nuestra atención recorre ahora los dedos de sus pies, la nuca, los brazos, para darnos cuenta de que todo el cuerpo trabaja en un flujo constante que no cesa, ni siquiera, en los silencios. Cuando se cumple un acto total ante los ojos de un espectador-testigo, el método con el que la actriz está trabajando secretamente para llegar a un momento de despliegue, en lo que lo interno se hace visible a través de lo externo, carece, en el fondo, de importancia.
Pero también es cierto que al ver alcanzar a un ser humano tales cotas de elevación, no podemos dejar de preguntarnos cómo lo ha conseguido. Cuál ha sido el trampolín que le sirvió de punto de apoyo para volar. Bien es cierto que existen diferentes métodos, vías, caminos o (tal y como diría Yoshi Oida guiñándonos un ojo) trucos, que el actor puede probar para intentar conectar con el profundo sustrato humano y universal que llevamos dentro, pero tampoco es menos cierto que la llave que abre a cada persona puede ser distinta en cada caso. Pero en cuestiones de trascendencia escénica es una trampa pensar que hay métodos mejores que otros o que sólo hay uno que lleva al camino de lo auténtico, es decir, hacia el acto escénico total. El secreto para volar hacia dicho lugar no está en el método ni en el maestro. Está escondido dentro de nosotros mismos y se llama capacidad de entrega.
En el artista, la capacidad de entrega es íntima y personal. Y más valiosa que el oro. A menudo, las almas más potentes creen trascender gracias a un guía o maestro que es quien les lleva a traspasar barreras y límites para crecer, no ya a lo largo, sino en direcciones hasta entonces insospechadas… Pero, en el fondo, la capacidad de entregarse reside en uno mismo, esa semilla y esa potencia están dentro de uno, haya un maestro delante o no.
Los seres que tienen capacidad de entrega tienen cuerpos que se ponen a temblar cuando trabajan una propuesta teatral. Debido a la intensidad con la que someten todo su ser a la tarea encomendada, su cuerpo empieza a tiritar, sobre todo cuando aún no saben cómo manejar tanta vibración en torrente. Es entonces cuando aprietan las mandíbulas, encogen los hombros y la voz, agarrotan las manos y rascan la garganta al emitir sonido. Estas criaturas asombrosas poseen un tesoro que ninguna maestra ni método les puede obsequiar que es su capacidad para desaparecer como individuos y convertirse en aquello que están haciendo. Lo que ocurre es que, a menudo, desconocen el secreto y otorgan a alguien o algo un mérito que les es absolutamente propio.
Estas personas son como una gran mancha amplia, seca, amarilla e inmensa que absorbe con fruición cualquier gota que caiga a sus labios. Basta con un mínimo del dulce néctar que supone para ellos una propuesta para entrenar, mejorar o ahondar en sí mismos para que estos seres desplieguen sus alas y vuelen, a sus anchas o como buenamente puedan, por el vasto territorio que es un cuerpo-mente vivo y decido. Quizás no controlen sus alas al principio, pero a ellos les da igual y vuelan. ¡Vaya que si vuelan! Son como un porsche que se pusiera a 200 con una sola gota de gasolina. En cambio, si miramos a territorios más favorecidos, donde las gotas no paran de caer en una lluvia constante de propuestas, métodos y sesiones de trabajo, parece reinar un ancho hastío, que da más pavor que el mismísimo desierto.