La espiroqueta Marlon
El documental ‘Brando’, regado por innumerables participaciones de amigos, conocidos, compañeros, actores-actrices, directores, están contestes en un antes y un después a su huella en el arte de la actuación de los tiempos modernos. La barra del nuevo paradigma, que desde la escena teatral y la pantalla cinematográfica, se extiende al mundo, se basa en un dato fundamental: ‘actuar’ o ‘sentir’ el personaje o aún las acciones que lo rompen o trascienden. Esta disyunción decisiva recuerda que en ciertos planos vale la igualdad entre hijos y entenados, pero en otros, la diferencia sirve para refrendar una legitimidad que sólo puede acreditarse por la genuinidad inequívoca de la fuente germinadora. Los viejos actores intuitivos, artesanos del gesto y el carácter, enaltecedores de las herramientas de una mímesis arquetípica, confrontan a la individualidad de la era de la conciencia, que más que tallada por ‘el método’ representa el ejercicio de una poética personal, donde la subjetividad del actor, como fuente infinita, termina contestando a la capacidad de acuñación del ‘afuera’ sobre el alma y cuerpo del intérprete. El actor conectado a su interioridad, reconocida como una cláusula de la ‘visión propia’, reivindica las capacidades de una ‘fábula de fuentes’ (Lorca) que transgrede la organización escénica directorial, jerárquica y reproductiva de un sistema de producción de signos escénicos, especularizados por el sistema de producción capitalista. La leyenda del ‘indomable’ Brando relaciona con su apropiación yoica, antes que a sus rebeldías políticas (que las tuvo), aquello que era el cuadro de un target orquestado e impuesto por un sistema cuasi inconmovible, contra la que sólo la emprenden aquellos de capacidad poética propia. La autosuficiencia con que se suele caracterizar esta ‘excentricidad’, lo equipara por momentos al Quijote arremetiendo contra los molinos de viento.
John Turturro llama la atención en la citada película, sobre la capacidad de nuestro héroe por dar el componente espiritual de la vergüenza, como trasfondo al objetivo de una escena. No sólo que dar vergüenza puede medirse como difícil para un actor, en tanto sentimiento negativo de un rol afirmativo, sino que ponerlo como background de otro objetivo principal de la imagen, para permitir que se lea como fondo, habilita sentir al personaje en la profundidad compleja e integral de un ser humano. En pocos como en Brando brilla la dimensión de lo que es humano, en todo el espectro de emociones y sentimientos, pero no a través de roles específicos, sino a través de los trasfondos y entramados de una interpretación actoral que funciona en clave poética. Los quebraderos de cabeza de los directores, frente al díscolo contumaz al que se temía, paradójicamente, como un afanoso objeto de deseo inmanejable, son la hybris ante aquello que no puede acallarse por envergadura humana. Brando no amaba actuar, amaba la dimensión épica del hombre confrontándose a sus límites, pero debía cumplir su rito en un campo repeticional sin sentido. Hasta cierto punto, como el mismo Artaud, concebía lo vital de la escena, a través de la muerte del teatro manifiesto. La actuación era un secreto, remitía a un misterio desafectado por el arte escénico profesional de nuestro tiempo, por su concepción industrial, a punto que en el máximo cinismo, el más seductor de los protagonistas, iba al set por dinero, a confirmar sardónicamente que ‘esto es lo que es’ el sacrosanto teatro, amado como equívoco por los teatrómanos reacios a ver sus más agraciadas impotencias. El teatro no existe como tal. El teatro está muerto y sobrevive en una especie de actor santo que a costa de su propia vitalidad, puede convencer grandiosamente y restaurar a sus fantasmas.
Brando corporiza el mito del ‘actor mistérico’ en la historia del cine y el teatro, porque a las máscaras aparienciales, las estratifica en una lógica de cebolla que desalienta la obviedad representativa del actor mimético. Una filigrana de misterio y secreto que funciona en clave seductora.
La pedagogía teatral apela al sistema de engranajes que lo sostienen como tal, pero no dice nada de aquello que no se enseña, de aquello que es más lo inexplicable, y reconocerlo como su imposible sería caducar en un sincericidio. De allí que los poetas en escena no aparecen por los programas de las academias teatrales. Al menos, aquello que no puede aprenderse, sería honesto no tratar, con falsa pose doctoral, de enseñarlo. Y hacer de lo que se enseña el viaducto al arte, cuando apenas es un sucedáneo tratando de crear la necesidad de lo que sacia, pero no jugando verdaderamente en el campo de la necesidad sino en el de la saciedad de lo saciado.