Los devaneos de la forma
Proveer sentido, darlo. Establecer un orden a través de una lógica. Esta puede ser subjetiva o impuesta por la propia regla de los elementos. Gombrowicz, en el marco de la cultura polaca (de la que estuvo ausente muy rápido, luego de quedar varado por veinticuatro años en Argentina), habla de la Forma. Concepto casi de raigambre nacional si se tiene en cuenta que la consideración por una ‘forma pura’ empezara con Witkiewicz, se prolongara a Bruno Schulz, llegando con él hasta Kantor. La capacidad sistémica del entorno para condicionar los espíritus, connotaba a una fuerza cultural capaz de masificar, adocenar los dones que la conciencia provee a las personas. Pero no son tiempos en que la singularidad, el libre ejercicio de la individualidad se ejerza como antígeno a las fuerzas anuladoras de la creatividad humana. La verdadera puja, el dramaturgo y narrador polaco lo sindicaba en la niñez y la adolescencia. Estas son las verdaderas fuentes de un dionisismo escamoteado por la madurez de los adultos: la inmadurez. Pero una inmadurez bi-fronte si es que han de apuntarse aspectos negativos o positivos de su imperio y ejercicio. No sería osado decir que Gombrowicz, que comenzara a razonar en este sentido a partir del primer tercio del siglo XX, es un verdadero visionario cultural si se mide el miedo cerval que se ha instaurado en las personas, lo que ha potenciado industrialmente las tecnologías cosméticas capaces de maquillar, disimular y hasta ocultar el paso del tiempo. El modelo juvenil aparece como el imperio de una vitalidad transgresora capaz de subsanar el anquilosamiento en las máscaras de la madurez, una vida que soterradamente, deja de implementarse. El lado positivo de la inmadurez no es sino el que confronta a la Forma como fuerza externa, al punto de emplazar una verdadera batalla de madurez e inmadurez. La máscara del hombre maduro no carece incluso de la ingeniería y racionalidad técnica que la dignifica como ‘weltanschauung’. Ver el mundo con este cristal significa ver a través de principios, convicciones y creencias correlativas. El mundo, así, tiene un color que se define y se defiende, y en el que no faltan los fundamentalistas. Lo que ya supimos plantear en el artículo ‘El Adolescentrismo’ tiene su contraparte en el latrocinio que se ejerce contra el Joven como sinónimo de lo que ya se ha dejado de ser. El carnaval cosmético apenas disimula las costuras de los ‘lifting’; es que estos son como escenarios de teatro: nunca se olvida verdaderamente que se está en ellos. Un rejuvenecido a bisturí no es joven de repente, sino que lo que ostenta es su capacidad confesional para reconocer un miedo, en el que el súmun del Espanto, deja a luz los orillos patéticos de lo que inunda por detrás esa máscara tan onerosamente producida. Basta ver la cara de la duquesa de Alba para ejemplificarlo. Todo este ridículo circula como moneda corriente, en un mundo donde nadie logra sortear ser formado por la Forma. Es el drama de la Forma dice Witoldo, donde lo que se escenifica no es lo que libera sino las teratologías de la propia Forma que se vuelven contra ella misma. Witkiewicz calificó como ‘insaciabilidad de la forma’ a ese menudeo saturado de los vicios y decadencias culturales. El hombre que se ríe de la deformidad, poco a poco no sabe que se ríe de sí mismo. Hasta atosigarse de un ‘yoísmo’ encapsulado en la falsa propiedad e impotencia de lo que ya no puede alcanzarse. Hay un sistema dramatúrgico enredado en este sistema, un sistema de puesta y resguardo teatral de lo que está agotado en su laberinto moral. Los teatros se llenan de obras ‘lifting’. Se optimizan clásicos para venderlos como novedades a algún ministerio, pero no se decide sobre el fondo de una actividad que se ha mostrado apta para acompañar las decadencias, sin ser capaz de salvar en la máxima singularidad creadora, la posibilidad cierta de aquello que adviene como nueva alternativa.
‘Film socialisme’ de Godard pone en escena aquella aleatoriedad, donde un orden lógico de vida o de lectura, en medio de su fárrago de imágenes y situaciones, pueden dejar en limpio que así como se sigue una línea posible de sentido, bien puede seguirse cualquier otra. Lo que Witold Gombrowicz ya ‘escenificaba’ en su novela, ‘Prix International de Littérature 1967’, «Cosmos». La aleatoriedad como fenómeno transgresor de los códigos que dicta la Forma. Esta como patrón establecido, como protocolo para instaurar una línea monolítica, determinante, condicionante. Pero, la vida pulsa en cualquier parte. Si en vez de dar este paso, diéramos aquel otro, el orden de realidad a seguir sería otro, ya no el anterior. Es desafiante. Obsesionante. Pero es abstrusidad para poetas. Es que el Orden escamotea miles de órdenes posibles. No tolerar la incertidumbre hace que nos aferremos a una lectura patrón, con la sospecha indubitable de tales órdenes subyacentes. Pero el joven que escribe, ‘alter ego’ infalible, fiebre pulsional, sabe que las claves de la vida se las dicta el cuerpo en su obsesión por trepanar las máscaras. Y lo que salva no es el miedo a envejecer y toda esa caterva ridícula de acciones humillantes, sino la fórmula de una inmadurez que en sí misma, es un antídoto ya no contra el tiempo sino contra la pérdida de una conciencia electiva y libre a ultranza.