Conducir
Cuando se bucea en los orígenes de la máscara neutra, aquella que tan en boga puso Jacques Lecoq, uno encuentra una anécdota preciosa. La historia nos sitúa a principios del siglo XX en el teatro del Vieux Colombier de Jacques Copeau. En medio de un ensayo de alguna importante obra, una actriz se colapsa. Quizá por los nervios, quizá por la presión del momento, quizá por otros quizás, la mujer no consigue moverse. Hace muecas, habla, incluso grita, pero su cuerpo (el del personaje) está paralizado. Copeau, maestro de actores y director, recurre a diversas estrategias para buscar una solución, pero ninguna cuaja. Finalmente, desesperado, en un último intento de liberar la expresión de la actriz, coge un pañuelo que tiene a mano y le cubre el rostro. Le dice algo así: «Te he cubierto la cara, por lo tanto todo eso que sientes y que hasta ahora has expresado con gestos y palabras, tienes que trasladarlo al cuerpo». Bingo. El cuerpo de la actriz se desbloquea y el personaje se vuelve expresivo, un torrente de acciones vivas. A partir de este descubrimiento, Copeau construyó una máscara con rasgos neutros para que los actores aprendieran a trasladar al cuerpo aquello que tendía a expresarse sólo en el rostro. Años más tarde Lecoq rebautizó esa máscara con el nombre de «máscara neutra» y la hizo mundialmente famosa.
La historia de la máscara de Copeau ejemplifica una técnica común en muchos maestros de la escena: conducir la energía comunicativa del actor hacia un lugar particular de la expresión humana donde ésta se concentra, se enriquece, se vuelve más viva. En el caso de Copeau ese lugar era el cuerpo. En el caso de Meyerhold, observamos que la biomecánica traslada el impulso de todas las acciones a las piernas. Decroux, por ejemplo, llegó a conclusión de que la pureza del mimo corporal residía en la capacidad expresiva del tronco y Suzuki, por su parte, ha centrado gran parte de su método de entrenamiento en el poder expresivo de los pies. Todos ellos parecen visualizar el cuerpo como un mosaico de pequeñas hogueras y prenden sólo algunas de ellas para iluminar la presencia del actor de una forma diferente. Hace poco encontré un ejemplo similar. La actriz Ena Fernández me decía que había construido el personaje de Elena en Las Troyanas inmovilizando todo el cuerpo, con el objeto de aglutinar toda la fuerza del personaje en la mirada. Sin buscarlo había planteado un juego inverso al ideado por Copeau.
Si se habla de conducir en el terreno artístico, puede dar la sensación de que nos referimos a algo menor, a un mero acto de control externo. Y sin embargo, en estos casos el hecho de conducir la expresión del actor hacia determinados lugares, ha creado una presencia totalmente nueva, una manera de estar presente en escena capaz de cautivar la percepción del espectador. De lo comentado se puede intuir algo más general: crear necesita de una inspiración inicial, pero también que ese chispazo sea conducido de una manera especial para que la obra tenga una dirección imprevista, un sentido que necesita ser desvelado. Al río lo hace el caudal, pero también sus orillas. A la electricidad la hace útil su circuito.
Hay artistas que han hecho de este tipo de conducción su especialidad y cuyo talento reside, precisamente, en orientar hacia su particular imaginario una obra que les viene dada. Escultores que se aprovechan de la forma natural de algunas piedras para hacer escultura de ellas, fotógrafos que ven cuadros donde el resto ve sólo paisaje o cineastas que han creado películas asombrosas basándose en hechos reales. Quizá por todo esto en inglés a los directores de orquesta se les llama conductores («conductors»), porque su oficio consiste en saber conducir el talento de los instrumentistas para hacer sonar una partitura musical desde su propia perspectiva. En este sentido, el director de escena también podría verse como un conductor, alguien capaz de conjugar y armonizar hacia un objetivo artístico común diferentes talentos y oficios.
Me vino todo este carrusel de pensamientos, la verdad, lejos de la sala ensayos, mientras escuchaba los últimos acontecimientos en algún noticiario de trampa y cartón. Me asaltó entonces la esperanza infundada de que sabremos conducir esta indignación y rabia, hacia algún lugar donde tanta fuerza dispersa se encuentre y fertilice. Allí donde puedan germinar nuevas maneras de concebir el mundo, lejos de las manos de quienes lo gobiernan.