La vida de los objetos
Desde 1901 una bombilla ilumina la estación de bomberos de Livermore, California. Lleva encendida más de un siglo y aún no se ha fundido. No piensen que es una excepción. A principios de siglo varios ingenieros demostraron que era posible fabricar dispositivos eléctricos de luz que podían durar décadas. Pero sucedió que, mientras algunos descubrían cómo construir bombillas perennes, a otros se les encendió otra bombilla y se dieron cuenta de que eso de tener objetos útiles para toda la vida no era en absoluto rentable. Desde el punto de vista financiero, construir productos tan buenos que duren eternamente es una mala idea. Mejor elaborar productos peores que se rompan antes y obligar a los benditos consumidores a comprar recambios una y otra vez. De esta manera se mantiene un consumo constante, lo cual permite llenar el bolsillo de las empresas a la misma velocidad que se vacían los de los clientes. Unos lumbreras los economistas que pensaron esto, oigan.
Actualmente la estrategia está oficialmente asumida por multitud de compañías. Lo llaman con el lustroso nombre de «obsolescencia programada», intentando, imagino, disfrazar con tecnicismo lo que es simplemente una burda estafa. Preparen pues sus tragaderas: parte del famoso concepto «I + D» de las empresas, que tan orgullosamente se menta en las altas esferas, se dedica a investigar en cómo acortar la vida útil de los objetos para asegurar la compra permanente de nuevos productos.
La idea de la obsolescencia programada y, sobre todo, la naturalidad con la que ésta se asume en la cadena de consumo, para la cual no hay ninguna ley reguladora, retrata la ideología de la época en la que vivimos. Tiempos en los que la economía se impone a cualquier otra área de conocimiento, la calidad de vida se confunde con la capacidad adquisitiva, la salud depende exclusivamente de sustancias químicas y donde la directora del Fondo Monetario Internacional asegura, sin rasgarse las vestiduras, que el envejecimiento de la población es un riesgo financiero.
Sin intención de que nos cuelen en alguna revista de consumo, y puestos a hablar sobre la ideología implícita que subyace en la forma en la que se tratan los objetos, uno cae en la cuenta de que el arte escénico puede ser, al respecto, una escuela ejemplar. Por un lado, la precariedad material que tan cotidianamente asumimos nos lleva a una cultura de reciclaje que reta a las mentes más ecologistas. Bien sabemos que los objetos de un espectáculo, con mínimos cambios, se pueden reutilizar en siguientes espectáculos, sin que nadie perciba una repetición en la utilería. En este sentido, los objetos en una compañía de teatro tienen más vidas que los gatos. No hay mesa que no se pueda calzar, pantalón que no resista un fruncido, ni máscara que no se pueda pintar con diferente color cada vez. Un objeto tiene que estar completamente desahuciado para que se considere inservible dentro de un contexto teatral.
Pero la cuestión va más allá del ahorro puramente económico. Desde los inicios, uno percibe que el potencial evocador de los objetos en escena está relacionado con su vejez, con la erosión que les produce el tiempo, con la infinidad de huellas que lo cubren escribiendo su memoria. Aparece una maleta de cuero polvorienta en medio del escenario y uno ve el viaje metafórico de un personaje perdido en los meandros de su juventud, el trono de vagabundo, o quizá el ataúd de un Godot contemporáneo. Aparece una maleta moderna con ruedas en el escenario, y uno sólo ve eso: una maleta con ruedas y, a lo sumo, un aeropuerto. Mi parte prosaica me susurra un ejemplo más simplón: es muchísimo más probable encontrar algo teatralmente sugerente entre los escombros que en Ikea.
Por eso, es frecuente ver a artistas de la escena mirando de reojo en las basuras, rastreando en el último rincón de una tienda de segunda mano o husmeando en el armario de un amigo que se muda. Lo hacen ahora y lo hacían entonces, cuando la economía, dicen, era boyante.