Zona de mutación

¿La realidad es inteligible?

Cuando dos ojos descorren el velo de los párpados y vuelcan como un manto el fluido de su mirada, los objetos y fenómenos que se levantan ante ella dan su grito virginal de resistencia, como significados específicos sobre el fondo de lo infinito. Por alguna razón que el observador decide, focaliza sobre aspectos de esa totalidad genérica e incalificable, destacando e identificando al objeto independiente que se diferencia de la incertidumbre del entorno. Figurar sobre un fondo que a su vez opera como el ‘afuera’ que determina el recorte de lo que entendemos por forma. Esta puede captarse desde adentro o a la inversa. Esa forma es una definición objetivable en una jungla de signos. La mirada se desplaza sobre ese jeroglífico inconmensurable, como binoculares selectivos, alumbrando el misterio de la significación, demarcándola como acertijo particular de ese galimatías inabordable y extenso que sostiene lo que se ve. El poeta de la realidad conjetura, especula, nada es lo que es. La realidad tiene un enorme poder de camuflaje, y no se da franca. La realidad no es para incautos. El hombre que juega puede conectarse a su juego. Nada es evidente sino lo que hay detrás de la evidencia. Si no hay inocencia es porque la naturaleza, nada más haber descerrajado su misterio, que ya advierte al observador que mejor será investigarlo. Si la realidad no se da fácil, es porque hay un juego de develamiento a jugar. La cadena de hechos significantes tomados como sugerentes, son un orden, una diferencia sobre ese fondo impenetrable. La impenetrabilidad vibra como caos. Y no será lo mismo observar desde la punta del acantilado, que desde el interior de la propia jungla, con el gusaneo de sus humedades sobre la piel, con las claves sugerentes desperdigadas aquí-allá, como desafío no sólo a la propia inteligencia, sino a la voluntad. La voluntad de saber se expresa como audacia, como riesgo. El tamaño es correlativo a la envergadura del enigma. Una manera de ver, es la punta del iceberg que expresa una manera de vivir, que opera de soporte. Ver es un acto antropológico, por el que el hombre decide arriesgar para saber, o entiende que saber es arriesgado. Internarse en la selva de signos es tomar distancia de sí mismo, alejarse para mejor distinguir. Alejarse de los ‘yoísmos’ obnubilantes. Las espesuras generan bancos neblinosos, a través de los cuales es imposible ver. Ver no es una simple geometría, sino lo dicho, una antropología. Los hechos caóticos, fieles a su germinación natural, a su pulsión vital, son la primera fuerza que golpea sobre el plexo del observador. Lo impredictible es un estado de pavura, que no obstante, caotiza el propio sistema sensible del observador. De ese miedo inicial, surge como un impostergable, el afán de ligar, relacionar, vincular, combinar. De hacer caber en el cuenco de lo indecible, la efigie tentativa del misterio. Se decide en el instante, porque en el que sigue, el orden posible ya será otro. Así, las cosas pueden ser frenéticamente vertiginosas e inatrapables. Siempre se hablará de decisión. No existe decisión sin una opción. El dilema existe. No todo está cantado. Son los riesgos. La realidad está ahí, pero hay que tejerla. El telar de la mente debe hacer visible sus trazos, su genio, su forma de ser. Aunque esto vaya en dinámica y sólo sea una forma de ser entre miles de otras posibles. Como dice el profesor Jorge Wagensberg, toda jugada elimina millones de otras jugadas posibles que se pudieron haber seguido también. Pero es inhumano poder con todo. El ajedrez lo ejemplifica. Cada movimiento de piezas, elimina trillones de partidas posibles. Ese es el arte, y la ciencia. Se cincela realidad sobre millones de posibilidades que se niegan, que se desechan. Del juego se conocen las reglas generales, pero no lo que se hará puntualmente según una ocasión concreta. Un operador, al dialogar con lo que resulta misterioso, se somete a reglas que aún conociendo, no lo ilustran de la excepcionalidad de la jugada que acierta puntualmente, de ahí que se deje llevar por un juego donde para ganar, la única chance será tirarse al agua. El mundo del equilibrio es un mundo homeostático, armonizado, donde las fluctuaciones son absorbidas por el sistema. Saber es una fluctuación específica que opera en una marea, como una fuerza diferente, como un sutil desequilibrio que hace visible las aristas de su perfil sapiente. Y en un todo hay una encrucijada de saberes. Un entretejido que presume de agotar la fuerza del enigma. Y cuando no haya nada por saber, será otra vez la oscuridad.


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