Zona de mutación

El joven como expresión de nueva sensibilidad

Ser joven más que una condición etaria implica un estado del alma, una entereza para arremeter con una realidad que se le resiste. El joven busca dejar expuesto el enmascaramiento, la simulación que se esconde detrás de la experiencia de la vida, de la presunta seriedad, de la irreprochabilidad basada en la mera acumulación de años. Es inevitable que el joven vea en el viejo una especie de ‘fuera de escena’ de sí mismo, pero que advendrá al ‘theatron’ cuando menos se lo espere: cuando sea viejo a su vez. Pero adolecen de una mutua intercambiabilidad: el joven ve al viejo como lo que aún no es y el viejo al joven como lo que ya no es. La juventud es el significado (figura) sobre un sentido (fondo) en el que se arrebujan las delicuescencias de lo viejo. El joven se resiste a esa succión de lo que alguna vez le tocará, de la misma forma que la realidad se le resiste a su mirada inquiridora. Los jóvenes se equivocan, son inmaduros, falibles, sin embargo la vuelta de tuerca a la historia está en sus manos. Son la seducción, la informalidad, el antídoto a los mandatos de lo que debe hacerse. Sus deficiencias son los bolsones donde se rompe el molde de lo correcto. Son las figuras nítidas en un fondo que pretende igualarlo todo. Para no ver su ímpetu vital hace falta la violencia deliberada de lo perimido, que se reivindica como valor y superioridad.

El joven sospecha que algo no está bien. Lo investiga. Sacrifica su comodidad. Decidir hacer algo es seguir un camino alternativo a muchos otros que se desechan para ello. Ese camino ordena las cosas de una determinada forma, que aunque sean válidas para ese contexto elegido, siempre generarán la duda de cómo pudieron haber sido de optarse por una vía distinta. Desde afuera es fácil calificar el tenor de esa opción. Pero el joven puede ver el trasfondo de lo que se escuda en los gestos repetidos, en los hábitos impuestos con la coacción de la costumbre. Puede desnudar lo obvio, los formatos maquinales de la vida, y concentrarse en los detalles, en lo que aparentemente no significa nada, en cosas sin importancia que casi no se ven. El niño, el joven, son sensibles a descubrir lo pequeño, lo que el viejo por saturación de su campo perceptivo necesita grande, grueso, evidente. El condicionamiento sensible obtura los sentidos, los hace funcionar con datos adquiridos pero que quizá no están actualizados. La lógica de los hechos tiene otra lógica que no se menciona, no se ve. El joven en el detalle se hipersensibiliza, se hace vidente, está deculturizado, apto para descubrir relaciones, combinaciones inauditas entre las cosas dejadas de lado por el adulto. No puede creer en el corte rígido y brutal que los hombres maduros hacen y pretenden imponer con reclamos de honestidad. Ser maduro incluye formas de indolencia, de estrechamiento de los campos de decisión a favor de lo más expeditivo. Una forma de eficiencia, pero no necesariamente de eficacia. Toda esa multiplicidad que la mirada aguda descubre en las infinitas combinaciones en las que se podría expresar la realidad, es una multiplicidad para cuya síntesis carecemos de estrategia. Hay una verdad que el joven que funda sus valores propios se propone encontrar. Las cosas no son lo que son por el decreto de los hábitos ni la fuerza de la costumbre. El autoritarismo cultural del más fuerte sobre el más débil, paradójicamente, expresa la falla de quien aún mostrando una férrea convicción, ignora que es a costa de reducir la realidad compleja a unos pocos factores de validez. Cuando el joven ve esa falla se llena de una rabia compasiva, suficiente, en la que justifica el viejo el ejercicio de sus represalias. La sensibilidad potenciada en el propio vitalismo irresponsable de quien no guarda los respetos apriorísticos, puede ver la pantalla en la que se representa la mentira, la simulación. Romper los montajes, los velos del engaño, lo llevan a sospechar de lo que se ve a primera vista, así como a profundizar en órdenes alternos, armado con lo que se supone lo conecta más propiamente como hombre, frente al laberinto con que la realidad lo desafía. Siempre será más fácil dejarse llevar por las fuerzas que operan para moldearlo. Fingir que las acepta, que cree en ellas, pero con las que corre el riesgo de autoanularse como ser íntegro y creativo. La realidad precisa de poetas de la realidad. Quienes postulan la obturación de los aparatos sensibles, la niegan en su multiplicidad, su complejidad y entereza. Postulan el resguardo y el miedo. El recorte, la reducción a lo más inofensivo y manejable. El roce abierto del hombre con la naturaleza, potencia la capacidad específica de sus cinco sentidos, en una sensibilidad ampliada, apta a percibir lo infinito.


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