Mirada de Zebra

Divulgar, entre el teatro y la ciencia

Una de las puestas en escena más sorprendentes que he conocido, debido al efecto que tuvo en el espectador, no sucedió en un escenario, ni en un teatro, ni siquiera fue obra de actores o un director. Tuvo lugar en un hospital. Allí había un paciente (el espectador, a posteriori) que agonizaba de dolor. Su situación era límite. Todos los fármacos habían fracasado y, claro, los médicos no tenían ya estrategia a la cual recurrir. En el contexto del hospital, el problema no era tanto el dolor del paciente como sus gritos, que mantenían en vilo a toda la planta. Finalmente, la solución vino por donde suele venir en estos casos, es decir, por quienes sufren en primera persona y en mayúscula las consecuencias del problema; en este caso, las enfermeras, que tenían que lidiar con los gritos del paciente y las quejas de los demás.

Fueron pues la enfermeras quienes encontraron la salida a una situación que amenazaba con desquiciar al todo el personal y reconvertir la planta en un manicomio. Su plan fue como sigue. Una de las enfermeras, que aún no había tenido contacto con el paciente, se puso la bata blanca, entró en la habitación y con voz grave le dijo algo así: «Los médicos han estado valorando muy cuidadosamente tu caso y han pedido al Servicio de Farmacia que elabore un medicamento especial para curar tu dolor». Poco después la misma enfermera le entregaba una cápsula envuelta en un plástico con la siguiente inscripción: «Calman Forte». El paciente tomó la cápsula y, ¡voila!, los gritos desaparecieron. La milagrosa cápsula no contenía otra cosa que excipientes, sustancias totalmente inocuas, y por supuesto aquel nombre tan sugestivo era pura invención. El medicamento especial elaborado tan cuidadosamente era un simple placebo. Es decir, lo que le había quitado el dolor al paciente no era el qué, el supuesto medicamento, sino el cómo, la manera en la que éste se le había administrado. Las enfermeras habían ideado una puesta en escena curativa.

El caso revela el poder que tiene no tanto el qué, sino el cómo se comunica; de tal forma que muchas veces la manera de comunicar es más importante que lo que se quiere transmitir. ¿Cómo es posible, si no, que nos dejemos engatusar por vendedores de humo, trileros del tarot o políticos de cartón y que, en cambio, pasemos por alto otros discursos ciertamente más inteligentes y talentosos? A esta problemática con aspecto de jeroglífico de lenta solución se enfrentan en la actualidad numerosos científicos que, alejados por la distancia que crean los prejuicios y por el encierro de una actividad que tiende a la reclusión, buscan vías para comunicar sus conocimientos y devolver así a la sociedad aquello que les es dado.

Hablan estos científicos de aproximar el lenguaje científico al ciudadano de a pie, quitándole aristas académicas, moldeándolo al calor del teatro y la creatividad, convirtiendo en atracción lo que tradicionalmente ha sido tedio. Hablan, en definitiva, de intentar descifrar el secreto que se esconde en el acto de divulgar.

Se dice que esto de saber comunicar es cuestión de arte. También se dice que es una ciencia. Quizá sea la suma de las dos cosas. O quizá arte y ciencia, en el fondo, sean la misma cosa. Quién sabe. El caso es que hay toda una disciplina que concierne a cómo se transmite el conocimiento científico que algunas mentes inquietas han comenzado a explorar con intuición y ahínco. Así, al menos, lo he podido vivir en las Jornadas de Teatro Científico Divulgativo que están teniendo lugar durante estos días en Mérida y Medellín.


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