Zona de mutación

La precarización funcional

Se trata de ver la funcionalidad del artista precario al modelo precario del neoliberalismo. La precarización de las estéticas y la misma estructura de producción de las obras pertenecientes a un teatro independiente y de creación, han traído aparejadas una precarización en el propio estilo de vida del artista. O en todo caso, se podría analizar esta problemática bajo el formato metodológico de ‘qué es primero, ¿el huevo o la gallina?’, en cuyo caso, la precarización artística devendría de una anterior precarización de sus condiciones de vida y viceversa, con lo cual, las consecuencias apuntables serían interesantes de computar en ambos casos. Que las decisiones de voluntaria exclusión de un artista a la vorágine productivista y mercantil del entorno económico, que otrora se entendía como bohemia y ahora quizá como hippismo, no lo sustrajeron en los hechos al proceso de mercificación de los objetos culturales, como de sufrir la condigna lógica descarnada del mercado. En este sentido, las condiciones generales de una economía que precariza rompiendo la certeza y la seguridad de todo principio laboral, no pudieron menos que encontrar en la informalidad de la ‘bohemia’, el caldo de cultivo adecuado a sus principios más extremos de concentración económica para los capitales, y disrupción, flexibilidad, discontinuidad para los trabajadores.

La subjetivación de tal cuadro perceptivo, estaba antropológicamente tabulado por ‘el estilo de vida de los artistas’. Lo que es decir que tal estilo no entraba al laboratorio de conejillo de Indias, sino como dato princeps de la nueva mecánica de los mercados desregulados. El ‘empresario de sí mismo’ es una figura del individuo singular, artífice del sujeto creador en el marco de una desertización cultural, que relaciona al ‘productor de sí’, con el ‘home-office’ que ahora trabaja en su casa. La certeza de la autonomía personal tiene un sucedáneo ficcional, expresado en la variante con que las condiciones de trabajo instalan su alienación en el propio hábitat. La ficción es la autonomía y la presunta libertad de hacer el trabajo al propio modo. El precio: tal precariedad.

Lo que importa es el peligro de manipulación a que se enfrenta el artista, cuando luego de crearse condiciones a riesgo de su auto-exclusión económica, sufre la neutralización de los contenidos de resistencia que su intrepidez de vida propone. En este, y a modo ejemplificatorio, es citable el auge de la ‘performance’, correlativa al devaneo del individuo activo que aún da signos de oposición (simbólica), frente a la funcional precarización de las estéticas orquestadas ahora desde los propios planes de los gobiernos de turno, donde ya encuentran legitimados los caminos para tal depauperización de los presupuestos y expectativas artísticas. Si el artista se enamora de su propia imagen, no hace sino consagrar la prerrogativa aurática y sublimada, que lo hace ver en el concierto social como un fin en sí mismo, y cuyo sueño alienado, es la almohada en la que asienta su conformidad y despolitización. Bueno es recordar aquello que decía Guy Debord: la última forma de fetichismo de la mercancía es la imagen. Es decir, no sólo la imagen a secas, sino también la imagen de sí mismo.

La precarización de las condiciones, en este contexto, se transforma en una manera de control cuya idea ha venido orquestada por el propio campo artístico. ¿Cómo se rompe tal congruencia y funcionalidad? Son preguntas que suelen encontrar la ínfula iluminada del francotirador, pero que en realidad ameritan la respuesta colectiva de los creadores, según se precien de serlo. Más acorde y modesto es pensar en reactivar en el proceso de subjetivación, una nueva dimensión de lo que significa ser libre, ser creativo, ser humano. El artista debe apelar a la ley del mercurio: mantener como atributo la imposibilidad a ser tomado, agarrado, cooptado. Sustraerse a la instrumentalización que la dirigencia cultural diseña como un embudo inapelable, que lo depositará en las no menos inapelables determinaciones de ser la pátina diversional, el acompañamiento incidental del sistema económico. En el fondo, el artista sigue negociando por la calidad de una vida íntegra, arremetiendo en el seno de los sistemas neoliberales, en pos de políticas que no hacen sino agudizar las contradicciones de la democracia formal. El empoderamiento devenido de su capacidad de interlocución, implica la posibilidad de que el archipiélago teatral, suma de insularidades subjetivamente heterogéneas, convivan en la certeza de una secreta aspiración: la de que, de las catacumbas, irrumpirá lo inacallable. El individuo, tan mellado como las fuerzas colectivas, hackea la red corporativa que reina en el sistema perceptivo de la sociedad. El artista precarizado, trasmuta su anacoretismo, a una capacidad mutacional, a un poder de transmogrificación (como ya tratamos en algún artículo anterior), que de alguna manera ya expresaba como levedad, una de las ‘propuesta para el nuevo milenio’ de Italo Calvino. Es la manera en que, luciérnaga de este y tantos tiempos, el artista ha de servirse de la luz que va consigo.


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