Los dos cuerpos
La teoría medieval de ‘los dos cuerpos del Rey’, se puede relacionar a la doble condición de Cristo: divina y humana. Esto marca dos planos de pertenencia: el del cuerpo natural, asimilable al de cualquier hombre y el del cuerpo simbólico, no físico, que convive con aquel, pero puede trascenderlo. En el caso del rey, relata un especialista como Ernst H. Kantorowicz, lo divino venía expresado en que uno de los cuerpos, el político, en caso de muerte, permanecía no sólo inalterado sino capaz de encarnar en un sucesor. Este cuerpo político del rey, en su carácter trans-corporal, inmortal, es al que podemos asociar a la condición divina del cuerpo de Cristo. Por encima de las múltiples implicancias que estas concepciones traen aparejadas, importa recalcar el carácter dramático que es susceptible de alcanzar el cuerpo por sí mismo, en su significación cultural. Se dice dramático, en tanto un conflicto puede desatarse en el territorio del propio cuerpo, en el conflicto de su propia territorialidad, donde su porte físico es desechado por los valores intangibles de la inmaterialidad. Es que en su doble condición, puede ser propicio para desencadenar discordias propiciadas por aquella polaridad. La doble condición del Cristo, como aparece en algunas manifestaciones del cristianismo primitivo (el nestorianismo por caso), tendrían en el actor, y no es un capricho, una conexión significativa a su proverbial y milenaria doblez. El actor, además de su cuerpo físico, y la trasposición a un cuerpo simbólico, connota la de un cuerpo material y la de su doble como cuerpo en situación de representación. La actuación, como arte, abona ese cielo divinal, la que en tanto memorial, guardaría en su conciencia de arte, la sustancia de su virtualidad intemporal y trascendente.
La doblez es una condición capciosa si es que no hay una ley de necesariedad entre uno y otro polo, en la que pudiera establecerse la importancia de la doble vía que va de lo físico a lo trascendente, o desde éste a lo físico. Lo engañoso se presenta, en que uno de los planos corporales se presenta como subalterno, cuando no directamente desechable. La sublimación que destaca a una de las condiciones de la corporalidad, impide el diálogo en pie de igualdad entre un plano y el otro, favoreciendo en el juego de la cultura, más bien un diálogo de uno ‘sobre’ otro. Esta jerarquización, en realidad, es la ley de una determinada cultura, donde el poder se expresa mediante esta polaridad cargada. La doble condición del cuerpo, cuando se marca que otro cuerpo puede ser posible, tiene necesariamante en sus cualidades biológicas y fisiológicas, el soporte de todas las propiedades auráticas que se le puedan adjudicar. ¿Es el cuerpo físico capaz de aclararse en su pretendido cuerpo trascendente? ¿Es su condición de cuerpo simbólico, una variante de este cuerpo divinal, que sólo puede significar en tanto y en cuanto esté administrado por Dios? Si el cuerpo físico es el asiento del Yo y en tanto el cuerpo trascendente lo es de Dios, la polaridad Yo-Dios puede implicar, casi espontáneamente, la descompensación en perjuicio de lo físico. Visto desde aquí, el sentido del Yo, aún cuando en su máxima intensidad expresa a la conciencia, queda bajo la espada de Damocles de su mortalidad. La propia apelación a prótesis, que potencian los alcances del cuerpo en el sueño post-humano por trascenderlo, tiene en él los ecos de una promesa supra-corporal por hacerlo libre de sus limitaciones y sufrimientos. La actuación, en tanto connivencia con el acervo sublimatorio, ¿siempre está en el cielo? ¿Puede colaborar con eficacia a comprender lo irrepresentable? ¿Es dable considerar que la esencia de la teatralidad contemporánea haya de vérselas fundamentalmente con la irrepresentabilidad? ¿No es el cuerpo un instrumento agostado, imposibilitado de llevar el peso de su propia miseria orgánica, funcionalizado a misiones que ya no está en condiciones de cumplir? El drama del actor es el de su cuerpo, al que no le alcanza con falaces optimizaciones o con las sofisticaciones de su training, sino con la de poder sacarlo indemne de la vieja puja, hacia una nueva forma de encarnar lo humano. La actuación es la pantalla premonitoria donde no sólo ocurre, sino en donde se profetiza la era en la que el cuerpo no es escarnecido ni vampirizado por el poder.