Y no es coña

Martes y trece

El año entra en martes y trece. Contra las supersticiones. Cargados de pesimismo histórico tendríamos que pedir de rodillas que fuera por lo menos igual que el que se nos va. Porque desde el análisis más optimista lo que se nos avecina no despierta ninguna ilusión. En general, con una sociedad acobardada, traumatizada, con un gobierno central cada vez más encastillado en principios fundamentalistas ultra católicos y ultra liberales en lo económico sin encontrar ninguna respuesta adecuada a ninguno de los retos que se nos presentan, el mundo cultural va a tener que atravesar un páramo que se puede hacer muy largo. Por ello, solamente queda la defensa de los principios democráticos que hacen de la cultura un bien común y no un negocio, un entretenimiento cutre o un lugar para la intoxicación ideológica.

Si vamos por la parte de los números, estos cantan, con muchas desafinaciones, pero nos colocan ante un hecho irreversible que, pese a estar cargados de lógica social, nos deben poner en estado de alerta. O quizás ya de alarma. Está bajando de manera muy significativa la asistencia de los públicos a los teatros. En todo existen matizaciones, análisis de situación más enfocados que nos puede ayudar a determinar mejor el diagnóstico, pero si hablamos de algo más del veinticinco por ciento de caída, yo, con el debido respeto, no le colocaría la carga de la prueba solamente al aumento del IVA. Para que se me entienda bien, me parece incomprensible desde todos los puntos de vista la subida del 8 al 21 por ciento, y esta repercusión en los precios de las entradas, ha tenido que dejar a un porcentaje de posibles espectadores fuera de las salas, pero la bajada de públicos empezó antes de esta puñalada trapera, y se debería intentar estudiar las motivaciones desde otros puntos de vistas que no sean meramente economicistas, ni de precios.

Y digo lo anterior porque la política demagógica de precios en las entradas de los teatros públicos de todas las redes no ha contribuido precisamente a crear públicos estables, y ahora esa misma política, insisto que demagógica, populista y sin ninguna argumentación cultural consistente, se convierte en uno de los lastres mayores para intentar que se mantenga la actividad teatral en numerosos puntos de exhibición que sin presupuestos para la contratación debe fiarse todo a la taquilla, es decir al paso de la ciudadanía de pasivos a activos elementos del proceso por la compra de entradas, y con esos precios es inviable, y si se sube demasiado, la desbandada puede ser total. Un círculo vicioso muy difícil de romper.

Pero quizás si nos atenemos a las letras, a las ideas, a lo que es incuestionablemente cultural, en las artes escénicas se debería hacer una autocrítica profunda, ya que llevados por las corrientes de vientos y aguas turbulentas, la inmensa mayoría se ha dejado llevar en estos años por un tipo de teatro y danza de mercado. Se hacía pensando en los contratantes, que eran los que administraban el dinero público y abrían o cerraban posibilidades de entrar en sus teatros y sus redes, lo que ha venido en dejar a los públicos como unos elementos subsidiarios, teóricamente necesarios, pero en proceso selectivo, económico y cultural, prescindibles, o sustituibles por unos auto convertidos como sus portavoces, esos que se llenaban la boca en los foros hablando de «mi público».

En las últimas décadas se han visto proyectos teatrales de gran interés convertidos en productoras de mercado, buscando desesperadamente productos exitosos, aunque desnaturalizasen sus principios estéticos, sus ideas fundacionales del grupo o compañía. Todos, sin darnos cuenta, fuimos cayendo en el mercado, en un tipo de oferta con formatos, contenidos, estéticas muy similares, que no molestaran, que fueran del gusto de la mayoría de programadores y una vez rota la baraja, es decir sin presupuestos para programar, la desorientación es total. Se ha perdido el pulso, la musculación para defender un tipo de teatro más acorde con nuestros días, más cercano a la sociedad que nos acoge. Y en esas estamos.

Que la confusión es absoluta, que volvemos a los títulos de siempre, que la competencia desleal de los teatros institucionales empieza a ser agresiva, porque están programando o produciendo o coproduciendo espectáculos que hace nada eran el formato o prototipo de las salas alternativas y lo hacen no solamente por vocación o convicción, sino por necesidad de ajustarse a los menguantes presupuestos. Y si hay alguna esperanza está en quienes han mantenido su carácter, su camino, los que han seguido fieles a sí mismos sin contaminarse nada más que lo justo con el entorno consumista y de mercado. Este es el reto, este es, a mi entender, el futuro: la reconversión urgente, buscar el lugar donde coincidir con amplias capas de la sociedad. Me refiero al espacio filosófico, estético, cultural, político. Y esto, desgraciadamente, dinamitará en un principio el estatus actual del sistema productivo, incluso sindical. Pero lo otro es la nada. La angustia.

Como decía un comentarista político de larga raigambre cultural: «o se está en el presupuesto o se está en el error». Hay errores que salvan.

Feliz año.


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