Zona de mutación

Teatro y Democracia

El teatro tiene su raíz en las acciones rituales más recónditas, que se introducen y pierden en la noche de los tiempos. Sin embargo, como arte autónoma, que se registra, se lee, se repite y se recrea, está ligado al proceso de reflexión y convivialidad, donde el hombre, en tanto ciudadano, ha podido decidir y elegir concientemente su destino. Es el teatro, casi naturalmente, en el seno de nuestra cultura, un lugar para ver, incluido lo que hasta ese momento, quizá, no se veía. Un lugar apto para ver con los ojos del alma, lo que somos, lo que no somos, lo que olvidamos ser mientras el estar ahí, nos lo recuerda. El espacio de una penetración de nuestras miradas individuales o colectivas, cuyo alcance es proporcional a nuestra capacidad para amasar su inestimable materia prima: la libertad. El teatro pone en escena la libertad humana. La capacidad de ver destaca la oportunidad, el tiempo para poder hacerlo. Porque es en la separación de luces y oscuridades, y aún de las luminosidades plenas del aire libre, que las barras de separación entre un actor y la platea, o las performances donde todos son actores o todos espectadores, han podido recrear las imponderables y misteriosas hendiduras entre lo que se ve y lo que no se ve. El teatro parece el símbolo perfecto de este proceso de conciencia de los seres humanos, una prueba de realidad donde lo concreto le gana la batalla a lo abstracto. En la magia de los escenarios, la vida habla en sus propios términos, así como el público tiene la libertad de reaccionar en los suyos. Actor y público, fórmula casi sacro-santa de esta arte milenaria. En el campo de lo expresivo y por efecto de su relación, la sensibilidad puede muy bien ampliar sus límites, y con ella los márgenes de lo entendible, en un espacio compartido que no es sólo físico sino de sentido, de comunicación, hasta de comunión. Un espacio de percepción abierta y no de reconvención o aleccionamiento. Porque hay que garantizar que se emite o se recibe la vida, lo que funda esa ética compartida, que asegura que esta vida sea más ella misma, lo que jamás podría hacerse si los artistas teatrales no dialogaran con sus públicos. Es que antes que amar al teatro se ama la posibilidad de poder ser, en algún sentido, cada vez más dialogante, pues allí, en el teatro, el espectador que ha pagado su entrada, no obstante, no es un cliente. El actor, en tanto creador, no es justamente un contrato de dependencia lo que tiene con su espectador, por más entrada que éste haya pagado. Lo más probable es que cuando se encuentren, de ese diálogo imponderable devenga una aventura. No hay duda que tales independencias incomodan, quitan seguridades, pero sin embargo, crean las condiciones para celebrar un diálogo en una zona corrida de los pre-conceptos, en tanto favorecen la nitidez de las fuerzas, por las que se puede inter-actuar. El teatro aún con muertes anunciadas y tecnologías avasallantes, paradojalmente, tiene garantizado su ecumenismo en la tarea de hormiga de millones de hacedores, que le confieren por vías alternas a los progresos restallantes, una rara y proverbial masividad en todo el mundo. Es que en ninguna actividad como en su propia evolución histórica, ha quedado refrendada la condición de lo que es humano. Podríamos adjudicar a un raro instinto cultural de los pueblos de todo el mundo, aún en sus más profundas diferencias, haber atesorado lo que como formas de representación denominamos unívocamente Teatro. Sólo por determinaciones geopolíticas, por el ejercicio de dominio de hombres sobre otros hombres, se ha desmedrado a unas para potenciar a otras, haciendo corresponder en lo cultural y espiritual, lo que es un liso y llano ejercicio de poder en lo económico.

Vale, en la órbita de lo nacional, una mención especial, a ese sector que siendo afanosamente una parte del Todo teatral, fue capaz de sostener una mística, una dinámica incólume, una capacidad de movimiento y de transformación cultural. Quién puede olvidar a ese pueblo secreto, a ese magma intersticial que supuso en nuestra cultura el Teatro Independiente, surgido al calor de plantear su libertad frente a concepciones estatales no-democráticas, al avasallamiento de las formas meramente extranjerizantes o, a la inversa, a los chauvinismos temerosos y atenaceantes. La autonomía real, a partir de aquel concepto de libertad, puede ser factible como participación o como oposición.

La debatida adjetivación ‘independiente’ vino a estratificar para enriquecerla, las tradiciones y configuraciones teatrales, en la cobertura de las políticas culturales democráticas, coadyuvando a consagrar la libertad de expresión, y la conciencia en el Estado organizado, de otros principios culturales devenidos de la sociedad civil, que excedían los cánones clásicos de las bellas artes. Campo cultural que ha incluido naturalmente y aún como resiliencia, ‘lo popular’, ‘lo artístico’, ‘lo experimental’, la autogestión y la inter-relación con ese mismo Estado, el que ha encontrado en sus desafíos, una carta concreta para la construcción de ciudadanía. Este reconocimiento significó no sólo el ejercicio efectivo del pensamiento crítico, garantizado por encima de las políticas eventuales o las gestiones de turno, con la incorporación de un concepto de necesariedad social, que coaliga los objetivos de los creadores artísticos con los principios de la justicia económica, social, política. O simplemente, recordando la tan mentada libertad, tanto a los cultores que hicieron del teatro una forma de vida, como a los aparatos del Estado, cuando aquella se había perdido.

No existe un arte libre indolente a los factores intervinientes en la conformación de la realidad concreta. Ese ejercicio conjunto supone una pluralidad. Y es por eso que nuestro teatro, es también conciencia de pertenencia a nuestro territorio, como a una historia concreta.

El Teatro como ámbito público, autónomo, auto-organizado, es otra cosa distinta a un campo que meramente se administra. Es, por el contrario, un campo dinámico, estética, política, organizativamente. Y de nada sirve pretender ver entre la platea y la escena, que una fuerza activa opera sobre otra pasiva, cuando se trata de la sístole y diástole de un solo corazón.

En realidad se trata de una sola irrigación, sin la que la comunidad, no se daría cuenta de los valores inmensurables que pulsa la vida, aún en las más recónditas partes de su extenso cuerpo.


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