El Sueño de la razón/Antonio Buero Vallejo/La Ferroviaria
La sumisión de Goya
Es sin duda encomiable que la Compañía Ferroviaria haya montado esta difícil obra de Buero Vallejo, que, estrenada en el Teatro Circo de Murcia el 15 de noviembre de 2012, se ha representado en toda España y ahora ha recalado en Madrid donde ha tenido el gran éxito que merecía. La obra nos presenta los sufrimientos y las alucinaciones que afligieron a Goya en los últimos días transcurridos en Madrid, antes de su exilio en Francia, pero también la demostración de su profundo sentido de la justicia y de su firme oposición al absolutismo. En la pieza emerge el conflicto entre poder y artista, entre autoritarismo y liberalidad, un conflicto que Buero ha sufrido personalmente, tan vivo en 1823 como en 1970, cuando se estrenó y emocionó a los españoles, todavía sometidos a la dictadura franquista.
El director Paco Maciá ha tratado el texto con gran respeto, atento también a las acotaciones del autor. Ya desde la primera escena se anuncia que estamos ante un enfrentamiento a distancia entre dos personalidades: el rey que quiere que Goya pida perdón, y Goya que no está dispuesto en absoluto a someter su orgullo. En el escenario casi vacío hay sólo algunas sillas y una gran tarima que sirve para delimitar el espacio de la casa de Goya. Fuera de ella asistiremos a los encuentros entre el Rey y el padre Duaso, entre este último y el doctor Arrieta. Al fondo continuas proyecciones de las pinturas negras de Goya que se animan. El público, totalmente identificado con el protagonista, sufre la misma sordera del pintor y sus mismas alucinaciones según la típica técnica bueriana de «inmersión» que, ya utilizada en su primera obra En la ardiente oscuridad, irá en continuo crescendo hasta llegar a la identificación total como en La detonación, La Fundación y El sueño de la razón, en la que vivimos un sueño continuo en el que se agolpan las visiones de una mente enferma.
En el montaje de Paco Maciá, como prescribe la acotación, el público se encuentra sumergido en la acción que tiene lugar en el escenario, y los ruidos, las voces, los gritos, los latidos del corazón y los mismos cuadros tienen una función primaria, contribuyendo de manera determinante a transmitir la angustia al espectador que percibe cómo la violencia moral infligida a Goya puede provocar el terror. El encuentro entre el padre Duaso y el doctor Arrieta es el que más alude a la realidad política española de los años sesenta. Los dos quieren a Goya y desean salvarle, pero el primero, encarnado a la perfección por Toni Medina, representa el conservadurismo no violento, pero siempre del lado del poder, mientras el segundo, interpretado por un convincente César Oliva, comparte las ideas liberales del pintor y condena las luchas intestinas con claras referencias a la Guerra Civil. Toda la discusión revela el propósito de actualización del mito. A veces las palabras de Fernando VII recuerdan las de Franco: «Pero los españoles son rebeldes, ingobernables», y las del Pintor, que Vicente Rodado sabe subrayar con gran fuerza, recuerdan la crítica de los intelectuales de todos los tiempos: «Un buen médico. Un buen pintor. Cruces en sus puertas. Pobre España».
La obra termina con la sumisión de Goya que, derrotado en el cuerpo y en el espíritu, se dobla a la voluntad del rey, pero afirma: «Me han vencido. Pero él ya estaba vencido». Y en efecto Manuel Menárguez encarna a un rey tan nervioso desde su primera aparición que sólo bordando puede calmarse. Su terror se percibe en el latido del corazón, que el público oye. La obra parece tener un final cerrado, sin esperanza, porque la frase que repiten las voces «si amanece, nos vamos» no da la seguridad de que vaya a volver la luz, pero concordamos plenamente con el director que hace decir a Goya asertivamente «Amanecerá», porque el Pintor sabe que su obra permanecerá y será la denuncia de una época de terror.
La actuación de Vicente Rodado es magnífica. Su caracterización es tan conseguida que nunca hubiéramos podido imaginarnos a un Goya distinto. Siempre en escena, sabe resolver las dificultades de su arduo papel con holgura, siempre comedido, con la expresión dolorida, pero siempre digno, nunca acobardado. Su actuación entusiasmó al público que prorrumpió en repetidos «bravos». Excelente también la interpretación de Eloísa Azorín como Leocadia, un personaje de inquietante personalidad que el pintor no logra conocer a fondo: «Nunca sabré». Aunque ama a Goya desea las atenciones de un hombre joven. La angustia que a veces causa la figura femenina se materializa también en las de Mariquita y Asmodea que, con sus voces, producto de la fantasía de una mente enferma, a veces son fieles a la realidad, otras puros desvaríos. Buena la interpretación de los demás actores. Muy acertado el emocionante final, total creación de Paco Maciá y del escenógrafo Ángel Haro en homenaje a la herencia de Goya a través de los artistas que han bebido de su genialidad. Cuando el pintor ya se ha ido, en la pantalla se proyectan imágenes de la violencia de todos los tiempos, entre las que recordamos Guernica de Picasso, El grito de Munch, El miliciano de Capa, Máscaras de James Ensor, La silla eléctrica de Andy Warhol y Los girasoles de Kiefer.
Magda Ruggeri Marchetti
«EL SUEÑO DE LA RAZÓN» DE ANTONIO BUERO VALLEJO EN LA SALA FERNANDO DE ROJAS DEL CÍRCULO DE BELLAS ARTES