El palimpsesto o el arte de decir casi lo mismo
La traducción es «un discurso indirecto escondido detrás de un discurso directo». Así definió el arte de la traducción la profesora de Filosofía y de la Teoría de la lengua en la Universidad de Bari, Susan Petrilli. Por su lado, Gérard Genette, el teórico francés de literatura y poética y uno de los creadores de la narratología, lleva su reflexión sobre el tema de la traducción más allá, comparándola con el palimpsesto, que en griego antiguo significa «grabado de nuevo». O sea, que según Genette, la traducción es un texto que todavía conserva huellas de otra escritura anterior – la del autor del original – pero borrada expresamente para dar lugar a la que existe ahora – la del traductor.
Sin duda, se trata de dos definiciones muy ilustrativas para poder tener una imagen sobre en qué consiste exactamente la labor del traductor. Umberto Eco, en su obra «Experiencias de traducción», la define como «el arte de decir casi lo mismo». Sin embargo, sobre este «casi», se podrían escribir miles de libros. Y es que este «casi», es tan flexible como el cuerpo de un félido. A este «casi» se han debido éxitos o contundentes fracasos de la literatura; este «casi» ha acarreado disputas y contiendas entre autores y traductores; en este «casi» se han visto reflejadas obras de teatro que fueran amadas u odiadas por el gran público.
Con este artículo, inauguro una serie de reflexiones sobre la labor del traductor de literatura, en general, y del traductor teatral, en particular. Es un tema que siempre me apasionaba, no solo porque soy traductor de oficio, sino porque es un trabajo que supone un cierto «trastorno bipolar» creativo. Y es que el traductor se encuentra siempre en una condición a caballo entre el autor y su subordinado, entre su fidelidad hacia el autor y sus «ganas» de «corregirle» y de «enseñarle el buen camino».
Dicho eso, no quiero de ningún modo despreciar ni el trabajo del autor ni mucho menos el del traductor; es más, creo que un traductor, aporta mucho al crecimiento de un texto y al crecimiento del mismo autor. Y es que el traductor es un lector más de una obra, pero no un lector cualquiera: es un lector muy atento y muy curioso. Un lector que quiera entenderlo todo y que al no ser él quien ha pensado lo que se cuenta en una obra o en una novela, tiene que llegar a entender cosas que a lo mejor, ni siquiera el mismo autor sabe aclarar.
Me ha pasado muchas veces traducir una obra de teatro de un dramaturgo vivo y tener dudas que voy apuntando y que a la hora de pulir el texto traducido, voy aclarando con el autor. Durante este proceso, a veces el autor se ve sorprendido por las preguntas o las reflexiones que ha hecho el traductor sobre la obra. Y es que muchas de las cosas que el autor lleva en su subconsciente y las escupa sobre el papel dándolas por sentadas, suponen para el traductor un intenso trabajo de decodificación. El traductor no solo debe apropiarse de los procesos mentales que engendraron en su día estas reflexiones subconscientes en la mente del autor, sino decodificarlas y transformarlas en palabras e imágenes que sean susceptibles de provocar al lector o al espectador de la traducción las mismas sensaciones que provocó el texto original a sus lectores o espectadores respectivos.
Traducir es caminar siempre sobre una cuerda tendida. Hay que saber hasta qué punto tal aventura tiene números de llegar a buen puerto evitando caer en el abismo que se refleja en la frase del poeta estadounidense Robert Lee Frost, según el cual «poesía es lo que se pierde en la traducción», y que, guardando las distancias, se podría aplicar también al teatro.
Muy ilustrativo, en este sentido, es lo que me pasó en la Muestra de Teatro Contemporáneo de Alicante en noviembre de 2012. Supongo que, por deformación profesional, me es imposible leer o ver en escena una obra de teatro y no reflexionar mientras dura la lectura o la función sobre su traducibilidad. Una de las funciones a las que asistimos los traductores durante nuestra estancia en Alicante fue «Fair Play» de Antonio Rojano. Se trata realmente de un texto maravilloso que tuvo la suerte de ser montado por un muy buen equipo de actores y fue, sin duda, una de las funciones que más disfruté. Sin embargo, después de verla, me empeñé en entender dónde estaba la magia de esta obra. Lo comenté con mis compañeros traductores del grupo y me di cuenta de que, en realidad, lo que más me había fascinado en esta función residía en el hecho de que los personajes, al ser profesionales del fútbol y al trabajar en un ambiente internacional, hablaban cada uno un castellano diferente, dando lugar a una mezcla de acentos españoles y latinoamericanos que aportaban a la función un ritmo trepidante. O sea, que me ponía a imaginar cómo sonaría esta obra en griego y el resultado me frustraba. En otras palabras, me di cuenta de que en este caso se confirmaba contundentemente el poeta americano, ya que lo que más me gustó de esa obra es lo que se perdería en la traducción…
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