¿Dónde toca Vivaldi esta noche?
Es noche de sábado en Madrid. A pesar del frío que pela por estas fechas en la capital española, las calles y las plazas rebosan de gente que grita, ríe, se divierte, tratando de olvidarse del abismo que va ganando terreno en Europa, incrementando la inseguridad y la precariedad a lo largo del Viejo Continente. Un grupo de amigos internacional, integrado por un español, un húngaro y un servidor, cruza la Plaza del Sol, donde unos meses atrás constituía el punto de gravedad del movimiento de los indignados de Madrid.
Detrás del bullido y la agitación de la gente que busca desesperadamente un oasis de diversión, se puede distinguir una soberbia melodía de violín que el grupo de amigos reconoce en seguida: se trata de las «Cuatro Estaciones» de Vivaldi, cuyas notas en medio del invierno, exaltan el alma y el espíritu de los que tienen la suerte de pasar por allí en aquel preciso momento. La dominación de la técnica de ejecución es tan extraordinaria que nos remite sin duda a un virtuoso que la vida, a través de las mil vueltas que da y de las malas partidas que le juega a uno, lo llevó del Conservatorio de sus tierras a las callejuelas de Madrid; de algún Palacio de la Música de su país a la dura realidad del «sálvese quien pueda» como sea. De repente, pasa por allí un grupo de amigos, que están tomando cervezas, gritan y cantan. Al pasar por delante del músico, una chica del grupo le grita: «Venga, torete, dale a ese violín, así, así, dale, venga» [sic]. O sea, que la exhortación de la chica hacia el músico nos remite más a un violinista de fiesta mayor de pueblo que al nivel artístico del virtuoso en cuestión. Una sonrisa fría e incómoda se dibuja en el rostro del músico, que a su vez hace que se nos encoja el corazón. El español de mi grupo, comenta lo ocurrido diciendo: «El nivel cultural de este país está atravesando por un desierto».
En el mismo viaje, unos días más tarde, conocí a un estudiante portugués. Nos pusimos a hablar y en un momento dado me preguntó: «¿Qué idioma se habla en Grecia?» «Griego», le contesté. «¿Griego? ¡¡¡¿Existe esta lengua?!!!»[sic] me volvió a preguntar.
Hace una semana, en un partido de fútbol de la liga griega, un jugador del AEK de 20 años se dirigió a sus aficionados con el saludo nazi, al marcar un gol para su equipo. Tras la reacción inmediata tanto de la afición y de la administración del equipo como de la federación griega de fútbol, el jugador declaró que «no soy un fascista y no lo habría hecho si hubiera sabido lo que significaba». O sea, que en un país que tanto ha sufrido de los nazis y justo cuando se cumplen 70 años de la deportación de los judíos griegos hacia campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial, ¡¡¡un joven de 20 años no sabe qué significa el saludo nazi!!!
Los lectores estarán pensando por qué escribo todo esto. Y es que, en todas estas anécdotas anteriormente mencionadas creo que hay un denominador común que tiene mucho que ver con el ambiente de miseria generalizada que vivimos en nuestro alrededor. La prosperidad material en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, acarreó una decadencia moral y un declive cultural que fue más intenso desde los años 70 hasta hoy. El cultivo de la mente y la erudición, la educación y la cultura se consideraron conocimientos inútiles que al ser desvinculados del mercado laboral, dejaron de tener la mínima utilidad para la mayoría de la gente. Los jóvenes fueron presa fácil de la manipulación de las subculturas que se encargó de fomentar y de orquestar la televisión. Y hoy en día que la gente pide a gritos agarrarse por algo, por una música exquisita, por una letra de Neruda o de Kavafis, de Cernuda o de Baudelaire, por algo tan antiguo y a la vez tan actual, tan local y a la vez tan universal, tan individual y a la vez tan ecuménico, hoy en día pues, en vez de buscar a Shakespeare y a Esquilo, a Lope de Vega y a Aristófanes, buscamos «qué idioma se habla en Grecia» y «en qué pueblo toca Vivaldi».
Dicho eso no quiero de ningún modo aniquilarlo todo e insinuar que toda la gente entra en este perfil de la chica española, del estudiante portugués o del futbolista griego. Y tampoco quiero parecer elitista desvalorando los que no leen poesía en su tiempo libre y no van al teatro. Sin embargo, todas estas anécdotas arrojan luz sobre la compleja situación en la que vivimos como sociedades. Y es que por muy cliché que eso pueda sonar, la falta de educación es uno de los motivos de este abismo en el que estamos sumergidos y al mismo tiempo, la única vía para salir de él. Solo a través de la educación y de la cultura podemos encontrarnos con la grandeza del ser humano. Y solo a través de nuestra grandeza, podemos contener nuestros instintos ancestrales que yacen en nuestro subconsciente y que se echan a la superficie cuando los acontecimientos nos meten la presión encima.
Alguien decía que la civilización es una capa muy fina situada en el cerebro humano, por debajo de la cual están hirviendo los instintos ancestrales y que cuando la vida nos pone a prueba, esta capa se rompe, haciendo que la Historia se repita perpetuamente. La Historia ya se ha repetido muchas veces. Ya es hora que la cambiemos, fortaleciendo la capa. Y a este fortalecimiento contribuirá determinadamente tanto Vivaldi con sus «conciertos» como Esquilo y Sófocles que escribían en lengua… griega.