Zona de mutación

El teatro como lugar común

Nos depuramos, nos preparamos. Nos perfeccionamos con becas concursadas o recibidas en donación. Nos imponemos disciplinas. Asumimos un sistema y descubrimos que romper con él da unos réditos magníficos para mejor soldarnos a su calor contenedor, contando a favor con un prestigio de díscolo que vende. Hay un código de relaciones, donde los rupturistas ‘à la mode’ rompen al unísono y con premeditación. Romper es tan común que no se adivina en dónde está la novedad. Pero no hay que cejar. La ruptura incluye un componente de fantasía, de subjetividad, ya prevista en el ‘hieros logos’ que decide quién es quien en el mundillo ambientalizado a milibares de una común pertenencia, a la que nadie escapa. Con lo que supuestamente si se ‘rompe’ no es sino el engaño que valdrá como símbolo de que viene bien romper, pero que en sí mismo, y despojada de los agregados subjetivos, no significa nada trascendente en realidad. El campo artístico en sus menudencias suele expresarse en los hechos como la granja en donde Bouvard y Pécuchet sacan punta a su ‘betise’, a su casi profesional apego a la tontería y la banalidad. Cómo no ser un campo de mudanzas, imprevista aún en su forma de comunicarse, de organizarse. Sus apelaciones son acostumbradas, filiales, dependientes de un poder que no escatima reírse de él, habida cuenta de su punta roma y su ínfima capacidad de daño. Vendría tan bien una imprevisibilidad cierta, manifiesta, como que se aproxima a las ciudades para estallar inopinadamente con su carga subversiva en su interior. Los reclamos por derecha, éticos y por mesa de entrada, sellados con copia para el presentante, son un arma tan consabida que los secretarios y directores los esperan restregándose las manos, listos para emprender un viaje justo a la hora en que han concedido la audiencia a la protesta cultural. Motivos de fuerza mayor. Los funcionarios son gente ocupada. El Estado es una doble utopía: la que de por sí encarna con sus promesas de felicidad y de solución a los problemas, y las quiméricas imágenes de los que van a él optimizando una nueva intentona para que esta vez la carga dé sus frutos. El objetivo cultural del funcionario es ser funcionario. Está visto, los porcentajes del presupuesto se consumen en gastos y sueldos del personal y apenas queda una suma desproporcionada para la política cultural. Cultura, al fin, es que funcione ese aparato. Demasiado mirar al exterior es fuga, avería. Pero los sectores culturales somos esperanzados. Creemos que la dotación aumentará, que es sólo cuestión de arrancarle una decisión al mandamás de turno para que todo eso devenga una política de Estado. Pero esa carencia es justamente la que administra el funcionario. Está nombrado para decirle a los artistas reclamantes lo poco realistas que son, con su fervor utópico en un Estado dador de fondos para obras que han de nutrir su libertad a oponérseles. Nadie duda que esa libertad existe y es voraz. Alimenta su libertad expresiva con el sueño de que toda la sociedad lo necesita. Entonces el Estado debe dar una respuesta, en el mejor de los casos, consagrarla como servicio público. Las canillas culturales se abren en el centro y los barrios y el Estado no duerme (se piensa) buscando subsanar las mismas. Una verdadera utopía, está visto. Reducir el problema a sus variables esenciales, como plantearse si en función de la supuesta necesidad artística, el estado debe apoyar a sus realizadores porque es un mandato ínsito, incluido ya en el voto del mandante original. Para que haya Beckett, Shakespeare o Mayorga el estado no invierte, gasta. La necesidad artística, asimilable a espiritual, adscribe al gasto público. Ya sabemos que el neoliberalismo lo elimina, y que las políticas dirigistas, en el peor de los casos, le piden mensajes funcionales similares a la histórica cuestión del ‘realismo socialista’ por decreto.


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