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Bioquímica del amor y dramaturgia

John y Paul se conocieron en una fiesta y se gustaron. Donde pone John y Paul podría poner Pepa y Luís, eso es lo de menos, pero vamos a optar porque estas dos personas sean John y Paul para no seguir la tendencia mayoritaria y, por tanto, finalmente, hegemónica.

Cayendo, ahora sí, en los tópicos, vamos a poner que la escena de la fiesta tuvo lugar en primavera, cuando la naturaleza brota y se abren las flores y los pólenes tiñen el aire. John y Paul también sintieron esa descarga de hormonas sexuales esteroideas que, en forma de flechas del ciego Cupido, impactaban en el mismo centro de sus personas y los volcaban, en erupción, al uno en el otro. Y en ese fuego gozoso de la pasión se soñaron uno y eterno.

Pero pongamos que John, por ejemplo, pertenecía a una clase culta, intelectual, adicto a las artes, pongamos, para más inri, escritor y adicto a las artes escénicas. Mientras que Paul pertenecía a una clase más «choni», entre el peluquero amanerado y el diseñador narcisista con ínfulas de artista (que rima a lo bestia: narcisista y artista). La noche y el día, el ying y el yang, y todo el conjunto de tópicos pares y bipolares que, como no podía ser de otro modo en este cuento, abarcaban entre la dualidad del blanco y el negro, todo un arco iris. John y Paul se complementaban, eran tan diferentes que se complementaban.

Y «Love is in the air» de John Paul Young y el sol para ellos era como una bola de espejos de discoteca que giraba encima de sus cabezas. Y Paul, que también era un soñador a su manera, vivía fascinado por el estilo de vida de John, que, sin quererlo, se iba imponiendo. El estilo de vida: teatro, ópera, museos, conferencias, viajes, presentaciones sociales, excursiones a paraísos naturales y urbanos. Tantas actividades culturales en las que Paul tenía oportunidad de desplegar sus encantos y esa alegría animal que brota como una flor salvaje de la inconsciencia, mientras John, más reflexivo, iba enamorándose. Los dos se enamoraban, cada uno a su manera, porque ambos pertenecían a dos estilos de vida totalmente diferentes.

Y ya tenemos el argumento tendencioso de Pigmalión de Bernard Shaw, asentado en el mito de Pigmalión y Galatea, en la isla de Chipre, contado por Ovidio en sus Metamorfosis. Si, Ovidio, el de la Ars amatoria. Y tenemos, también, la actualización cinematográfica y comercial de Pigmalión en la Pretty Woman de Garry Marshall, con Julia Roberts y Richard Gere. Todos ellos, ejemplos pertenecientes a una tradición que perpetúa un modelo heterosexista patriarcal y con un punto misógino a lo The Taming of the Shrew de William Shakespeare. Porque no existe ninguna historia que, a la postre, no resulte tendenciosa, ni siquiera bajo el auspicio de la voz objetiva del género dramático.

Así que, siguiendo con nuestra escena primaveral, Paul se fascinaba por ese estilo de vida culta y refinada de John aportándole unas pinceladas de «glamour» y color.

«Love is a drug and you are my cigarette. Love is addiction and you are my Nicorette. Love is a drug like chocolate like cigarettes. I’m feeling sick I’ve got to medicate myself» podría cantarle John a Paul y viceversa, como hace Mika en The Origin of Love. La bioquímica de l’amour bombardeaba sus acciones y no podían más que atender al éxtasis del placer y al dolor de la separación, como todos los amantes de todas las historias. Y John, tan reflexivo él, iba, cada vez, amando y adorando más a su dios Paul. Y Paul, tan fresco e inmanente como una flor de cerezo, gozando del presente como quien muerde una cereza.

Pero cuando subían en ascensor John se derretía mirando y admirando al bello Paul, mientras Paul se miraba a sí mismo en el espejo del elevador, retocando el maquillaje, eliminando el punto negro de la epidermis facial o el pelo rebelde de una ceja. John amanecía adorando al dios que yacía a su vera, después de una noche de sexo, y repasaba, devoto, las facciones de Eros-Paul. Sin embargo, Paul despertaba hambriento y ansioso por un buen desayuno y resistía los juegos y arrullos de John, que acababa en la cocina preparándole un desayuno con diamantes a su muso.

Al margen de los detalles de las noches y los días de vino y rosas, de placeres y aventuras, el cóctel bioquímico, coronado por unas buenas dosis de oxitocina, fue menguando como dicta Naturaleza. Entonces Paul hubo de volver a su estilo de vida «choni» primigenio, de peluquero y artista narciso, para lo cual necesitaba partenaires a su altura, que encajasen en ese estilo de vida que estaba por encima de su capacidad para decidir, una vez que los efluvios de la bioquímica que lo ceñían a John habían cedido. Por el contrario, John, tan reflexivo él, para entonces, ya había cultivado un amor con vocación imperecedera y era capaz de continuar segregando endorfinas, aunque la caducidad del cóctel explosivo de oxitocina, dopamina, y otras hormonas endógenas cegadoras, hubiera cedido con el tiempo.

Paul sufrió un poco y, sin pensarlo, acuciado por sus necesidades, hizo enseguida borrón y cuenta nueva, sucumbiendo a otra explosión primaveral de substancias psicoactivas, naturales y endógenas, propiciadas por otro flechazo de Cupido, pero esta vez más acorde con su estilo de vida. John, sufrió más por el derrumbe de aquel amor imperecedero que reflexivamente había cultivado en si mismo, sin darse cuenta de que su estilo de vida no encajaba con el de Paul. John sufrió y aprendió, como clamaba Antígona: «A través del dolor el conocimiento» (terrible lección) y, después de la crisis, el luto debido, y la catarsis, se reveló. Y la revelación no le impidió nuevas primaveras.

Cada año la naturaleza se viste de fiesta. Y la historia se repite, con variaciones, en otros Johnes y Paules, o en otras Pepas y Luises. Pero está claro que los amores imposibles de las historias malogradas son, finalmente, los que podemos elevar a mitos. Imagínense, ustedes, que John y Paul se hubiesen adaptado y hubiesen sucumbido a la feliz rutina de la convivencia vulgar, entonces esta historia no hubiese tenido ningún interés ni atractivo. Sin conflicto no hay acción dramática y sin acción no hay arte. Ergo la bioquímica y los errores ciegos de Cupido primaveral son imprescindibles para el arte (bien regados, eso sí, por la constancia de un oficio tan viejo como el de la dramaturgia y el teatro).


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