Zona de mutación

Ariete del nuevo día

Si el teatro es un ente vivo, no ha de extrañar que se le pueda inquirir respecto a qué cosas pasan por su coleto y cuáles son sus maneras sinceras de hacerlas saber. ¿Goza en sus entrañas de esas libertades, sus metabolismos expulsan los grumos negros que catalizan luego la negación a ser una clave en la ruptura de los cuadros perceptivos imperantes? ¿O tantas petulancias por sus supuestas bonhomías presenciales no es más que la prepotencia de los rizadores de rizos que lo pueblan? ¿Es el teatro un arte que no se engaña? ¿O sus discursividades no constituyen más que las justificaciones que marcan la imposibilidad de pasar por arriba o el costado de sus eficacias y efectos, de sus terrenos ya ganados? ¿Pero acaso el rango de arte no se definiría por las capacidades de éste para afrontar sus razones de vida sin concesiones? ¿O es que a la postre, dicho rango no termina por ser sino la expresión de la impiedad de los artistas hacia sus públicos? Impiedad que incluye dejarlos afuera, de lado, hasta ignorarlos en sus posibilidades y participaciones. Si bien, a partir de las vanguardias, mucho es lo que se ha discutido sobre estas cuestiones, no quiere decir que los debates se hayan superado con nuevas instancias productivas, lo que permite que las trifulcas al respecto puedan reciclarse ante la más mínima chispa y tomar en afirmación de convicciones, la buena forma de asentar aún más lo que se piensa. Si es válido pensar en multiplicar los alcances históricos del arte teatral, podrá remitírselo a algo capaz de perforar su destino, el que lo mantiene anclado a su tradición milenaria, a la cultualidad consabida por la que se consagra como un dios profano de milagros iterativos. Porque en ningún terreno como en el artístico la defensa de las propias convicciones equivale al escudamiento en la conformidad. Esta paga con legitimidades y con la pereza de tener que asumir nuevos proyectos históricos tan trabajosos de emprender a estas alturas del partido. Con lo que queda expuesta una sistemática molicie, interpretable en términos de hartazgo, de miedo y de cansancio. En donde quedan incluidas y naturalizadas, las reyertas que otros entienden como decisivas para zanjar las capacidades del teatro como partícipe de una nueva manera de crear mundos. No es que no hayan existido a través de las épocas cambios que lo depuraran como herramienta, pero la trampa pasa por creer en tal decantación antes que en el poder de sostén a la capacidad de crear la imagen de ese posible mundo otro. Tampoco es que esta nueva visión sea una mecánica reacción orquestada por sus funcionalidades asignadas, sino por la sencilla razón que un mundo distinto se impone lisa y llanamente por la crisis de éste.

Diera la impresión que la historia del teatro es la de su supervivencia, postergando la posibilidad de ser un ariete de la libertad efectiva y experiencial de los seres humanos.

La entendibilidad del teatro debería tabularse en proporción a la experiencia psicofísica que se hace de él. No internalizar esa especie de complejo mediante el cual se proveerá al entendimniento del espectador de toda obra. Hay riesgos implícitos en cualquier obra teatral, donde entrar o quedarse fuera desde el punto de vista perceptivo o intelectivo, no debiera conducir a la relación piadosa con sus ribetes artísticos. Se trata de elegir la audacia a sabiendas que los conformismos o los temores sean capaces de neutralizar la validez revulsiva de una obra.

El teatro como arte de la democracia (ya desde los griegos) debe dar cuenta no sólo de la necesidad de nuevas condiciones en el mundo sino formar parte protagónica de los procesos que conducen a instaurarlas. El teatro no sólo es el arte de la secularización de los rituales originarios que le permiten atestiguar la carnadura de la historia política de Occidente.

En qué momento el teatro se convirtió en pretexto para el conservatismo social y reaccionario de las costumbres y los gustos, sustrayéndose como ariete de un nuevo día. Sobra decir que para serlo debe partirse de la evidencia contrastiva de cómo formar parte de tal objetivo sin autorrenovarse como instrumento.


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