El espectador de la violencia
A lo largo de la historia, distintos espectáculos susceptibles de ser considerados por sus componentes como la encarnación metónimica de aquello que caracteriza la vida como ‘theatrum mundi’. La intensificación de los factores del espectáculo en un circo romano, en una hoguera medieval, en un ritual precolombino, en un lance taurino, llevan a pensar en qué se juega o dirime en ellos, hasta el punto en que llegar a calificar al mundo todo como sociedad de un espectáculo que se mira, no hace más que resaltar las motivaciones de una espectancia en la que la propia sangre de los lances parecería ser el reaseguro de una participación activa (de espectadores), que garantiza con sanción inapelable aquel dictámen que se reproduce ritual y cíclicamente: ‘el espectáculo debe continuar’. Los jirones del cuerpo y el alma humanos, no podrán denegar la inquietud sobre si después de tamaños espectáculos es posible una obra de teatro. Después que al teatro se lo desustancializa, se le secuestran sus elementos inherentes, no puede menos de esperarse que al menos respecto a la vida que se espera se trasunte desde él, de seguro está en otra parte. En vez de reinventarse se recicla a sí mismo, pero como epígono de esos actos que supieron sustraerle sus esencias. Copiándose a sí mismo, no hace menos de lograr el efecto especular de un teatro al infinito que trata de hacer de esa copia de sí mismo uno de sus sentidos miliares, cual es, el de reconocerse en tal profusión de mismidad. La fricción espiritual capaz de desencadenar el éxtasis por el mismo toro que muere desde hace centurias, los mismos cristianos comidos por las fieras, el mismo fuego que derrite las grasas de la osamenta humana, van a agudizar las contradicciones del espectador socialmente correcto, hasta hacerlo ‘mostrar la hilacha’ de sus deseos ancestrales y primarios. Los medios de comunicación no son responsables del libre ejercicio de la pulsión primaria de los espectadores, pero sí obran de memoria y acicate al imaginario de lo que ocurre en los estadios, en cualquier palestra que se precie donde los conflictos se dirimen a todo o nada.
A qué extrañarse de que los espíritus resentidos de postergaciones vayan a ellos a exigir sangre. El desahogo, la catarsis obrarán de equilibrio de aquellas fuerzas negras que torturan la psiquis del desfavorecido. El grito, la injuria gratuita sólo invisten a cualquier voseo en un arma. Por ella se profieren las peores cosas. Se mata, y no tan simbólicamente, si es que los protagonistas es lo que están haciendo en la arena. Pero es necesaria el arma pues es con ella enarbolada que se puede sentir liberado de la carga de esos pesados sentimientos de inferioridad. Hay que alardear en la grada con el fragor equivalente al propio miedo. Es el miedo que se expresa entre otros el que adquiere esa legitimidad de muchos capaz de camuflarlo. Ser mango de una hoja que no quiere verse privado de su voluntad por empujar y ser clavada en el tórax del contrincante. Uno de los sentimientos más profundos y paroxísticos es el de esa sensación de liberación del peso de la propia libertad. Que el héroe lo haga por uno, y si es de un solo tajo, mejor. Los espectadores de la muerte (del Otro) son inundados por el frenesí enajenatorio que el valor del poderoso provoca en sus espíritus. El matador arrastra los despojos de la víctima, la gradería aúlla su miserable alianza convivial con una horda de miserables que ven en la muerte ritual, cómo se aleja de ellos el acoso de la propia. No puede decirse que los medios masivos provoquen la muerte, pero forman parte de las acciones previas que desembocan en tales purificaciones. Los energúmenos pueden volver tranquilos, relajados, a peinar los flequillos de sus hijos que mañana han de ir a la escuela y escribir sus oraciones sobre el renglón correspondiente. Las ventajas de olvidarse de sí, de dejarse atrás, es que brindan no menos ritualmente, las fantasías de unos buenos deseos que se inscriben en una página en blanco capaz de registrar los más caros y buenos deseos. Hoy es lunes, apenas siete días para a esa vieja utopía de olvidarse de la lobreguez de la existencia, saltando los límites hacia donde los pesos del ‘sí mismo’, se confunden en la coartada del fundirse a ‘todo el mundo’.
Ya después, el regreso a casa, no es sino volver a la propia persona, pero no encontrarse.