Factor humano
Al revisar la Guerra de Bosnia, uno de los enfrentamientos bélicos contemporáneos más devastadores que no ocurrió tan lejos ni hace tanto tiempo, resulta estremecedor conocer los pormenores de la negociación que condujo al alto el fuego definitivo. Después de las miles de víctimas entre ambos bandos, muchas de ellas civiles, las violaciones, las torturas, los innumerables exiliados y el sinfín de familias fracturadas, todo iba a resolverse en Dayton (Estados Unidos) a miles de kilómetros de la extinta Yugoslavia; en un edificio donde coincidían los presidentes de Bosnia, Serbia y Croacia, junto con un diplomático estadounidense, la Celestina anfitriona encargada de dar aceite ante las fricciones. Todos los conflictos ideológicos, sociales y políticos que habían dado lugar a tanta barbarie desembocaban ahora en cuatro personas frente a un mapa del territorio eslavo, el pastel a repartir. El salto produce vértigo. El pasado, presente y futuro de generaciones enteras en manos de cuatro individuos más preocupados en delimitar líneas fronterizas que de mirarse a los ojos.
Lo de Bosnia no parece una excepción. Muchos de los grandes conflictos que padecemos acaban en la misma contracción desmesurada: la posible solución a los problemas que padecen muchas personas queda reducida al entendimiento de unas pocas. Entre todos los factores que dibujan la cartografía de las vías resolutivas, casi siempre hay uno que es capaz de decantar la situación hacia un lado u otro, el factor humano.
Las crisis, las grandes y las pequeñas, tienden a volverse etéreas cuando ocupan nuestra boca. A través de la palabra siempre se encuentra algo inasible a lo que fácilmente se agarra cualquier excusa. Las circunstancias, los tiempos, las presiones externas, la supervivencia, los otros. En seguida ponemos en marcha una espiral que lanza toda responsabilidad hacia fuera. Y así, todo queda al margen de ese pequeño círculo donde estamos tú, yo, él, ella. Como si la única salida fuese la pasividad, dejarse arrastrar por corrientes ajenas.
En nuestra reducidísima escala, la de las artes escénicas, no somos ajenos a ese riesgo de poner en marcha el ventilador de los pretextos. Podríamos poner unos cuantos ejemplos, pero hoy tengo entre las yemas uno en concreto. En la actualidad es una práctica común que los creadores hagan residencias en teatros para dar el pulido final de los espectáculos. Cuando no hay ninguna subvención de por medio, se trata de residencias que funcionan a través del trueque: los creadores disponen de los medios técnicos del teatro, y a cambio, el teatro acoge el estreno del espectáculo, sin ningún coste, y aprovechando fechas que de otra manera estarían vacías. Parece un trueque sensato porque ambas partes salen ganando y, sobre todo, porque se posibilita que fomentar la actividad a pesar de las dificultades del entorno. A falta de dinero, trabajo por trabajo.
Puede suceder que a veces estos intercambios se trunquen por cuestiones de fechas, o simplemente porque no existe sintonía respecto a los criterios artísticos. Resulta comprensible. En otras ocasiones, sin embargo, en el contexto de los teatros públicos el trueque resulta imposible porque se exige un pago por hora en el uso del teatro, por mucho que después se ofrezca una función a cambio. Un pago derivado de la obligatoriedad de que un técnico esté siempre que un grupo utiliza las instalaciones. Lo cual parece un punto de partida razonable. Pero cuando la situación económica es la que es, cuando los creadores, a pesar de que están siendo empujados hacia el amateurismo, luchan por seguir desarrollando su oficio con profesionalidad, ¿no sería posible llegar a algún tipo de acuerdo que solvente esa barrera económica? Dar vida a un teatro que de otra manera estaría vacío, ¿no es acaso estímulo suficiente? ¿Es que ofrecer teatro o danza a los espectadores ha dejado de ser un estímulo?
El reclamo tiene dirección de ida y vuelta. Si por una parte se exige que se abran vías para que los teatros públicos sean utilizados por los artistas residentes, también es de rigor que los artistas hagan un uso responsable y sensible del espacio que se les cede. Se trata pues de dialogar para llegar a un entendimiento. Al final del nudo, no se trata de cuestiones políticas ni burocráticas, ni siquiera de cuestiones culturales o artísticas. Se trata de poner en valor el factor humano. Que las personas implicadas busquen las vías necesarias para que la actividad creativa pueda seguir su curso en condiciones profesionales, aunque los vientos soplen a la contra.