No estamos solos
Pepe Viyuela, actor, humorista y poeta
Cuando alguien pide un diagnóstico sobre la situación actual de los actores y actrices españoles no resulta difícil responderle con claridad: mala. Basta con mirar alrededor, hablar con los compañeros, asistir a las salas de teatro o de cine; atender a los resultados económicos publicados en los últimos meses o asomarse a las previsiones del futuro inmediato, para darse cuenta de que, objetivamente, esa es la situación actual que vivimos los actores.
Y si esa es la situación objetiva, nuestra visión subjetiva se corresponde con la más viva indignación. Estamos enfadados, cabreados, enojados, airados, hartos. Y pienso que tampoco resulta muy difícil entender por qué: tenemos alrededor de un 90 por ciento de paro, según los datos aportados por la Unión de Actores; hay una escasez alarmante de producciones cinematográficas y teatrales; se ha producido un incremento en los recortes de programación tanto en fechas como en presupuesto en los teatros públicos y redes nacionales de distribución; se está llevando a cabo un cierre alarmante de salas de cine; hay una caída brutal del número de espectadores, intensificada por el aumento escandaloso del IVA al 21 por ciento en el precio de las entradas.
Porque, si las cosas estaban mal, esta medida ha constituido un torpedo en la línea de flotación de toda la industria cultural, y además ha sido justificada –pretendiendo apagar el fuego con gasolina– con la explicación peregrina y mostrenca de considerar el cine y el teatro como mero entretenimiento y no como cultura. Claro que no es de extrañar esta consideración en quien piensa que la educación y la sanidad son posibilidades de negocio antes que derechos fundamentales.
Considerar el cine y el teatro como entretenimiento y no cultura es peregrino y mostrenco
Por si esto fuera poco motivo para el cabreo, hay una guinda que, lejos de adornar el pastel, lo incendia. Me refiero a las nada brillantes, tendenciosas y malintencionadas declaraciones del ministro Montoro sobre la supuesta evasión de impuestos que llevamos a cabo los actores y actrices de este país.
Si no fuera ya suficientemente grave acusar sin dar nombres, injuriando y extendiendo con ello la insidia a todo el colectivo, la cuestión se vuelve aún más indignante por venir de donde viene, porque resulta que quien acusa pertenece a un partido en el que la corrupción ya es un clamor: el partido de la trama Gürtel, del tesorero Bárcenas y los millones en Suiza, de los viajes a Eurodisney y los paseos en trineo por Finlandia, los Jaguar en la puerta, los sobres bajo cuerda, las amnistías fiscales a los poseedores de cuentas opacas en paraísos fiscales, la fetidez proveniente de los chanchullos valencianos; de los regalos de boda a hijas de presidentes, de las inundaciones de confeti en fiestas infantiles…
¿Cómo no vamos a estar indignados? Lo estamos como lo está la mayoría de la ciudadanía, sencillamente porque los actores no somos seres que vivamos aparte, no somos una clase distinta de ciudadanos, aunque se nos pretenda presentar desde las filas del gobierno como un colectivo ajeno a los problemas del resto de la sociedad, ignorante de las preocupaciones de la ciudadanía, con tintes insolidarios y egoístas.
¿Por qué molesta tanto a quien se dice demócrata que quien opine no esté de acuerdo?
En contra de esto, hay que decir que somos miembros de esta sociedad con pleno derecho y, sin duda, más cumplidores de nuestras obligaciones tributarias que todos los que se acogieron, por ejemplo, a la mencionada ley de amnistía fiscal, que resultó tan ineficaz y a la vez tan reveladora.
Y siguiendo con nuestro análisis de la situación, hay que decir que la indignación nos lleva a la protesta. Como lo que sí tenemos es más visibilidad pública que otros colectivos, se nos ve mucho cuando nos quejamos, porque podemos aprovechar plataformas que otros no tienen tan a mano. Y este hecho, por lo visto, enerva e irrita a quien gobierna. Pero, ¿acaso no tenemos derecho? ¿Es patrimonio de alguien la posibilidad de expresar el descontento? ¿Por qué molesta tanto a quien se dice demócrata que quien opine no esté de acuerdo? No estamos conformes y no nos conformamos. Por eso protestamos y deberemos seguir haciéndolo hasta que las cosas cambien. Es importante dejar constancia del enfado, porque hacer patente el descontento es el primer paso para cambiar las situaciones. Es importante opinar porque se fortalece con ello el músculo democrático; un músculo que, como todos, si no se usa acaba por atrofiarse.
La indignación no nos ha arrastrado al desánimo, al victimismo o a la inacción. No hemos dejado caer los brazos, nuestra capacidad de respuesta sigue intacta y estamos muy lejos de arrojar la toalla, porque, si por algo se caracteriza este colectivo, es precisamente por estar acostumbrado a superar dificultades.
Y si entre nosotros hablamos de problemas, también lo hacemos de soluciones. Y para empezar a ofrecerlas, exigimos, por ejemplo, la retirada inmediata de ese 21 por ciento y su rebaja a un tipo de IVA que permita respirar y reconstruir.
Los actores no vivimos aparte, aunque se nos quiera presentar como ajenos a los problemas de la sociedad
Exigimos asimismo que se considere la cultura como un patrimonio y un derecho ciudadano que se debe fomentar. Un derecho que necesita inversión y apoyo desde los presupuestos públicos, que contribuye a la pluralidad y a la libertad de pensamiento y expresión (¿será esto lo que asusta?).
Reivindicamos que invertir en cultura es invertir en una sociedad más justa y más libre, que la obligación de quien gestiona lo público es escuchar a los ciudadanos y no al sistema financiero internacional.
Demandamos dejar de ser un pedanía de Berlín y planteamos que se lleven a cabo políticas más sociales y menos puramente económicas; que atiendan más al bienestar y los derechos de las personas que al incremento de las cuentas de los más ricos.
Solicitamos políticas que defiendan y apoyen nuestra cultura, porque proteger la cultura es proteger la identidad.
Estas y otras cosas se discuten en los foros de la profesión, porque estamos enfadados, pero también muy vivos; porque estamos hartos, pero no abatidos y porque tenemos claro que la cultura es, ante todo, un revulsivo contra el adocenamiento y la pasividad, aquello que permite al ser humano estar alerta, reaccionar y mantener viva la esperanza.
No estamos locos, sabemos lo que queremos. Y tampoco estamos solos.
Nota de la redacción: Este artículo fue escrito para la revista Actúa, a quienes agradecemos su cesión.