Zona de mutación

El agujero en la realidad virtual

Creer que la función artística de una obra trasciende cualquier consideración filistea de los públicos, los productores y los propios artistas, no hace más que remitir constantemente a la pregunta ‘qué es el arte’. Esta mentada ‘función’ se postula como una categoría que perfora cualquier mirada y cualquier instrumentalización. Pero en el fondo no pasaría por ser la prevención moral de crédulos convencidos de su pura existencia por simple generación espontánea. Lo artístico como moralina, frente a los fuegos cruzados de una calle cada vez más dura, sirve no obstante para levantar las banderas de los viejos optimistas que no ven mejor cosa que reciclar otra vez sus viejas consignas y asimilar el arte al peregrino debate de la creación a ultranza o a la ‘teoría del reflejo’, en fin, a las sacrosantas dualidades capaces de de-sustancializar cualquier promoción de un debate conducente.

No falta el producir arte con desparpajo, aquilatando la evidencia de la ‘entropía de las técnicas’ (Robert Smithson), por la que los procedimientos racionales estarían cada vez más afectados por el bajo nivel de conciencia de mecanismos de realización cada vez más indiferenciados y aleatorios. A la profusión de niveles contaminantes, intoxicantes, oriflama de una diversidad creadora, le alcanza para salvar el simulacro de ‘lo nuevo’, combinando y recombinando enlaces entre signos de una tendencia u otra, indiscriminadamente y sin solución de continuidad. Con lo que la libertad pasará por el hecho mínimo de tener un criterio, una capacidad de elección, una opción que se pueda fundamentar sin condicionamientos de ninguna especie. Frente a la profusión saturada, frente a la ilusión autopoiética impuesta por la cultura interactiva, a partir de softwares dados, y a los océanicos dictámenes de la poesía combinatoria, la singularidad de un ojo avizor capaz de entrever aún un ramalazo de realidad, pero sólo a costa de su capacidad para desestructurar la parafernalia ilusoria. Ante la evidencia de que la realidad no es un cúmulo de hechos, sino más bien una escritura inscripta por autores clonados que no hacen más que redundar en lo que otro (y otro, y otro…) ya han escrito antes que él. Ante esa malla que teje las neuronas a una totalidad opresiva, el deslumbramiento singular es un quásar capaz de ser percibido por la reserva antropológica del hombre capaz aún de demostrar que pertenece a la era de los libres. Humanos que componen pantallas de no-hechos, simulacros, montajes artesanales donde al menos se permite el protagonismo y la identificación ilusoria, colocando ‘pepe’ en el espacio donde dice ‘juan’. Para eso la misma realidad es un ‘gadget’ que se ve por sus visores especiales.

El artista corre el riesgo de quedar sometido a herramientas ingenieriles que lo someten a ser un mezclador subalterno, un ‘loopeador’ representativo, pero no un diseñador original. Ya los dilemas no pasan por la aptitud para implementar ‘técnicas de fijación objetiva’ sino por la de manipular (de segunda mano) una imaginería de signos pre-dados.

¿De qué visión de mundo participan las artes: de la redistribución de funciones en el marco de una transformación, de una movilidad socio-política o de un reordenamiento que asegura los sistemas tanto perceptivos como ideológicos de carácter hegemónico (o que colaboran a su refuerzo)?


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