Dejar la dejada
Uno de los mejores consejos para el actor del que suelo hacer uso a menudo, no se lo escuché a ningún director, actor, crítico ni académico. Se lo escuché a un jugador de pelota vasca, al mítico Julián Retegi, cuando ejercía como comentarista para un partido televisado. Resultó que uno de los pelotaris tenía el tanto casi ganado: el pelotari en cuestión había pegado un zurriagazo a la pelota, pillando a contrapié a su contrincante, que tuvo que correr hasta la pared de rebote. A duras penas, corriendo solo con el cuerpo porque la mente ya daba el punto por perdido, el contrincante consiguió devolver milagrosamente la pelota. Eso sí, la entregó franca, sin esperanza, asumiendo que la carrera había sido un esfuerzo baldío. El pelotari del zurriagazo solo tenía que rematar el tanto. Tenía que hacer lo que se llama «una dejada», es decir, golpear la pelota justo encima de la chapa, para que el contrincante, sofocado en la pared de rebote, no pudiese devolverla de nuevo. Y así lo hizo. Pero lo hizo con muy poca fuerza, por lo que la pelota, aún habiendo golpeado encima de la chapa, botó tan lenta, que el contrincante fue capaz de cruzar el frontón entero golpear la pelota y ganar el tanto. Entre la algarabía de los aficionados, Retegi comentaba la jugada: «No puede ser. ¡Una dejada nunca se deja!». Quería decir que para que la «dejada» sea eficaz no puede dejarse la pelota simplemente encima de la chapa, hay que darle intención, velocidad, ángulo. De lo contrario, si se deja la «dejada», el que acaba tirado es uno mismo, que tiene todas las papeletas para perder el punto cuando ya lo tenía ganado.
No dejar la dejada. Hay frecuentemente una inercia en el actor, particularmente cuando se mueve por territorios que requieren expresar decaimiento, hartazgo o desconsuelo, en la que se deja estar dejado. Piensa en aflojar, en abatirse, en desconectar los resortes que sostienen su presencia viva, intuyendo que así alcanzará la naturalidad de ese estado al que aspira, pero, dejando el barco a favor de la corriente, fracasa. Tropieza con un ejemplo claro donde la codificación de la vida cotidiana no resulta eficaz en escena. Tomar la dirección contraria puede ser más fértil. No dejar la dejada, sino modelarla, esculpirla, que la presencia que tiende a desplomarse pueda sostenerse en vida a través de cada detalle sentido. Advertir la paradoja de que nutrir la presencia escénica demanda siempre una calidad de energía particular, incluso cuando se juegue con personajes que vienen determinados por su falta de energía. Transmitir debilidad requiere un tipo particular de fuerza. Trasmitir la ausencia requiere una presencia especial.
De una cuestión paradójica a otra lógica. Decía Anne Bogart que si gran parte de los movimientos de un actor en escena consisten en andar y sentarse, consecuentemente, parte del oficio debe consistir en explorar múltiples maneras de andar y sentarse. Hablando sobre esa valencia que el actor aporta a su presencia cuando está en el contexto de representación, resulta particularmente apasionante cómo el actor actúa cuando permanece sentado, pues se trata de una situación donde el cuerpo tiende a abandonarse en la comodidad. En tales circunstancias, ¿cómo evitar que el cuerpo se abandone a una cotidianidad inexpresiva? ¿Cómo impedir dejar la presencia dejada? ¿Es posible activar la danza de las acciones mientras se está sentado? ¿Dónde se asienta la voz cuando el cuerpo está sentado?
No esperen que les responda. Son preguntas que me asaltan últimamente, cuando uno de los objetos de nuestra próxima pieza es un sofá. Un sofá con esos cojines mullidos que abrazan a quien se quiera tumbar en ellos, pero que funcionan como una trampa perfecta para hundir la presencia del actor que se sienta en ellos. Seguimos trabajando con el inevitable sofá, permitiendo que acoja e impulse las acciones de los personajes, mientras de fondo resuena la voz de Retegi: «¡La dejada nunca se deja!».