Incendiaria en combustión

Ecos, narcisos y algunos murciélagos

Pasa como en la oscuridad. Cuando el silencio te rodea, una de las mejores opciones es la de quedarte parada para saber donde estás. Parece un estado de enmudecimiento y puede prolongarse durante meses, pero solo es una forma de ver. Una puede permanecer en silencio durante varias semanas mirando el cielo y recordando cómo era cuando podía rozarlo con la mano pero al final se da cuenta de que los pies no han dejado nunca de tocar la tierra. Y es ahí, cuando vuelves a pronunciar la primera palabra.

Fue mirando al cielo en silencio cuando recordé aquella pregunta a la que asistí hace casi un año y de la que ya levanté testimonio por aquí: «¿Cómo dejar ciego a un murciélago?» Y la pregunta con su respuesta, me sirvió de rescate: El murciélago es un animal ciego que puede lanzar hasta noventa gritos por segundo para obtener, gracias a su eco, un mapa del territorio en el que se encuentra. Entonces, hay dos formas de dejar ciego a un murciélago: una, perforarle los tímpanos; la otra, coserle la boca. Porque un murciélago que no oye, un murciélago que no grita, un murciélago que solo oye o un murciélago que solo grita, es un murciélago ciego. Y eso sirve tanto para la vida como para la creación. Si solo gritamos no podremos ver el origen de nuestro dolor. Para reconocernos y reconocer el mundo que nos rodea tendremos que alternar el grito y el silencio. Tendremos que dejar que nuestro propio eco nos resuene por dentro para conocer el punto en el que nos encontramos y cuestionarnos sobre la dirección que queremos seguir. Primero volverse eco, luego hacerse silencio para volver a gritar.

Así, mirando al cielo y enmudecida como estaba, hace unos días caía en mis manos el número cuatro de la revista portuguesa «Textos e pretextos» dedicada, precisamente, al silencio. Entre sus múltiples colaboraciones, las páginas de la publicación me han servido para explicarme a través de la figura de Eco: aquella ninfa enamorada de Narciso a la que Hera condenó a repetir las últimas palabras de aquello que se le dijera. Una condena a la incomunicación y al malentendido por la que fue incapaz de hablarle al joven Narciso cuando caminando por el bosque él preguntó: «¿Hay alguien aquí?» Y ella contestó: «Aquí, aquí». Incapaz de verla entre los árboles, Narciso le gritó: «Ven». Algo que Eco también repitió y al salir de entre los árboles con los brazos abiertos Narciso se negó cruelmente a aceptar su amor. Finalmente, la ninfa, desolada, se ocultó en una cueva y en ella se consumió hasta que solo quedó su voz.

Tal vez Eco impere en nuestro tiempo veloz, fragmentado y astillado, dividido en múltiples fracciones de realidad que, en unos casos, se reproducen insistentemente y que, en otros, se esconden o se pierden. Tal vez la dificultad de explicar nuestro grito sea la venganza de Eco. Por ello, «Textos e pretextos» aconseja «anular el ruido dominante y volver a construir un sentido para las cosas respondiendo a Eco con el silencio». Una vez más, volverse eco para hacerse silencio y volver a gritar.

Entonces, silencio como sosiego, como pausa para aclarar la voz y huir de cualquier apariencia adquirida. Silencio para reconocer el lugar en el que nos encontramos y reconocer nuestra propia sombra en medio de algún desierto si es que nuestra sombra aún nos acompaña.


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