Modulando la hybris
Toda pasión pareciera tener el registro de la ‘hybris’, el de la desmesura. En la película «Lo importante es amar» de Zulawski, un elenco teatral se las ve con ‘Ricardo III’ de Shakespeare. El director de esta obra dentro de la ficción, lidiando con sus actores se adelanta y les dice: «Señores actores, ¿ustedes sentirían a sus personajes si les digo que nos dirigimos a la catástrofe? Un día estaremos ante el público y pensaremos que este trabajo no estaba hecho para nosotros, era para ellos… y entonces, por fuerza, nos preguntaremos: ¿les gustará? Y ya que por ahora no están aquí, quiero avisarles que no intenten darles lo que ellos quieren porque no saben lo que quieren. No intenten ir hacia ellos porque no saben dónde están y se perderían buscándolos. Lo que espero de ustedes es que no estén nunca, nunca, nunca, nunca, satisfechos de ustedes mismos. Vayan a lo más exigente, a lo más profundo de ustedes mismos. Quizá así tendrán una remota posibilidad de ser aceptados». Pero el pedido no tiene el poder sino de conectar a los artistas a su pasión. Y será demasiado. Sin ánimo de jugarla a ‘spoiler’, resulta mencionable que la reclamada intensificación de las formas y las emociones trae aparejado una cuestionable superficie de separación que la crítica del espectáculo se encarga de destacar como una ‘hybris’ inaceptable. En definidas cuentas, fracaso. Quiénes se creen los actores, estas especies de locos, para venir a comprometer una recepción con los sueños magalomaníacos de los personajes. Todo proceso de identidad hipertrófico, que puede corporizar los sueños, como si un malsano espíritu democrático en vez de igualar para abajo produjera todo lo contrario. El ‘sueño corporizado’ es una instancia de segundo grado, una ilegitimidad. El poder ya tiene dueño. De qué forma la escena devuelve la vorágine espectral de los viejos personajes que enferman a cualquier ciudadano de la sediciosa desmesura. Que la distancia se acortara siempre fue mediada por el mercado cultural que cosificó todo producto artístico de esta calaña, en un producto intercambiable en el mero registro de una ficcionalidad reducible a mercancía. El proceso de mutación de un producto de creación artística lleva ínsita la virulencia asocial de que cualquier común se sienta un dios, los comunes dioses, y de ahí la violencia cultural de trasmutar según la ley del valor, el contenido en sueño de una obra a objeto vendible en la cadena del consumo. Ser un objeto para el capital (o del capital) anula la pasión original que motivara en su intensidad, el formato y el registro adecuados entre cierta manera modulada de entenderse espontáneamente el hombre con su mundo. La locura de los escenarios es un síndrome desaconsejable para quienes quieren ir más lejos que lo que el destino les ha arrogado. Por supuesto que el poder de diagnosticarlo supera al poder de padecerlo. Es que no es que el poder enferme, es el poder la enfermedad. Y una discordia así, no es sino una muestra de la guerra de poderes. Reinventar los escenarios no dirime per se esta puja letal, pero sí, con la materia del deseo, de los sueños, desfasa el imaginario de los hombres de los falsos dilemas por los cuales el poderoso siempre tratará de desmantelar las ínfulas de los soñadores.