Zona de mutación

La privatización de la obra artística

Si hay una paradoja que se pueda mencionar de la modernidad del siglo XX, no es otro que el concepto de «toda la licencia al artista», suscripto por Trotski y Bretón en aquel famoso manifiesto, frente a la globalización que trajo aparejada la desregulación económica, asimilando la autonomía artística de carácter emancipatorio a un plano de eclecticismo estético.

El programa de la autonomía del arte persiguió proyectos que tenían que ver con la liberación del hombre, a través de programas revolucionarios y transformadores en el orden político-social. Traer a colación el incombustible manifiesto «Por un arte revolucionario e independiente», donde la vanguardia encontraba en un político como Trotski una comprensión que otros sectores dilapidaron en el prejuicio y la mera ignorancia, tuvo a la larga un destino digno de mejor causa. No por nada se trata de una de las declaraciones proartísticas más significativas y audaces del siglo XX, que debía culminar con «el establecimiento y la garantía de un régimen anarquista de libertad intelectual».

La autonomía se asimila así a una imagen de la libertad consumada, que vendría a ser el ejemplo de cualquier sistema que se enseñorea postulando a la libertad. Dentro del arte, ciertos objetos, en calidad de mercancías, son dignos de absorver una tasación que vehícula los síndromes de una crisis al reaseguro que brinda invertir en ellos. Esto es más común que ocurra con pinturas o esculturas, que con cualquier elemento de las otras ramas artísticas. Será porque es el formato y la materia más adecuada para sostener el componente simbólico que esta trasposición supone, como ni siquiera una moneda o un lingote oro se ha de esperar que hagan.

La autonomía podrá deducirse entonces como el estado angélico mediante el cual un objeto artístico queda en el cielo impoluto, desapegada de los efectos de la crisis económica que produce víctimas concretas. Pero es una aureola que ha logrado brillar sobre la cabeza del poder, y circular en un sistema de intercambios que se parecen a los del circuito financiero. Situación que ha logrado establecer una jerarquía entre las artes capaces de acceder a esta situación, que les reporta a los responsables de las firmas más notorias, fortunas en principio impensables de ser asociadas a un artista. No es menos cierto que el azar y la buena fortuna pueden dorar o desdorar un hecho creativo. Ya no la creación abierta y a secas, sino la receptora de la bendición empoderante de un sistema económico que lo elige y quiere como signo propio. El capital financiero no sólo compra sino que bendice, aureolea y santifica una obra. Esa obra se ciega al hambre, el racismo y la persecución y cuanto más lo hace, más refulge en ella el inefable brillo tabórico de haber sido tocada por la varita del gran capital.

Se puede atesorar y ahorrar en obras artísticas, experiencia a la que un arte efímera como es el teatro, le está impedido acceder. El arte que cotiza en bolsa, simula su importancia, sostenida en el grado de ilusoriedad (fetichismo) y alienación con que su comprador se comporta.


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