Anclas
Conocí hace poco la historia de Giles Duley, un fotorreportero de guerra que desempeñando su trabajo en Afganistán perdió tres miembros de su cuerpo al pisar una mina. Tras una larga recuperación y gracias a unas prótesis, contra pronóstico, consiguió a volver a andar. Sin embargo, el gran objetivo de Giles no era pasear de nuevo, sino continuar haciendo lo que verdaderamente le apasionaba, es decir, documentar los dramas humanos en los que nadie repara. Para ello tenía que vencer los fantasmas y miedos que le habían crecido allí donde el cuerpo no le iba a volver a brotar, pero contaba con un claro elemento que dejaba espacio a la esperanza: todavía conservaba una mano intacta con la que disparar su arma artística, la cámara de fotos. Con ese propósito, dos años después de la explosión volvió a Afganistán para continuar el trabajo que aquella maldita mina había truncado. Tenía que fotografiar a los civiles, niños, mujeres y ancianos, que habían sufrido las consecuencias de la guerra. Debía fotografiar a personas que estaban en la misma situación que él.
Cuenta Giles que antes de viajar temía que las secuelas físicas le fuesen a impedir desarrollar su oficio con la destreza necesaria. Que el cuerpo mutilado no respondiese a la velocidad de la mente. Una vez en el lugar de la batalla, sin embargo, descubrió que el verdadero obstáculo no residía en la agilidad perdida de su cuerpo, sino en la dificultad para controlar las emociones. Se sentía tan cerca de las personas a las que fotografiaba que no podía tomar la distancia suficiente para desempeñar su oficio. Fotografiando víctimas de su misma condición, la cámara funcionaba como espejo que le devolvía, cruel, su propio reflejo. En más de una ocasión, embargado por la emoción de ver una injusticia semejante a la suya a través del objetivo, tuvo que bajar la cámara, abandonar el lugar donde se encontraba, para tomar respiro e intentar recobrar el pulso artístico para seguir fotografiando. Sólo con el tiempo consiguió dominar el oleaje emocional que le invadía y terminar el reportaje fotográfico en Afganistán.
El caso de Giles revela una necesidad presente en muchos oficios que se basan en las relaciones humanas: la necesidad de tomar la distancia óptima para poder desarrollar la actividad con eficacia. Calibrar la balanza emocional para situarnos en las coordenadas adecuadas, sin que la lejanía enfríe el corazón, sin que la cercanía enturbie la mente. Quienes trabajan en situaciones emocionalmente extremas, conocen los peligros de ser demasiado permeables a los sentimientos de las personas con las que tratan. El exceso de empatía puede fácilmente distorsionar los criterios objetivos, elementales del oficio, y conducir a soluciones equivocadas. Médicos, terapeutas, abogados, asistentes sociales, educadores o bomberos, pese a sus divergencias, todos ellos hacen frente a esa compleja tesitura.
Asumiendo las diferencias obvias, el actor se encuentra en esa misma encrucijada, pues su oficio también se basa en una relación humana, aunque ciertamente particular: la que él, como actuante, establece con su personaje. El riesgo de no situarse en la distancia adecuada emerge igualmente. En la lejanía, la frialdad, el desapego, la desconexión emocional; en la cercanía excesiva, la pérdida de la objetividad, el ensimismamiento, una complacencia que no trasciende a los demás.
La problemática planteada no es nueva; a lo largo de la historia todos los maestros de actores han creado un amplio abanico de posibilidades, desde Stanislavski a Brecht, para operar en las diferentes distancias en las cuales el actor se relaciona con su personaje. Pese a divergencias evidentes, en todos ellos siempre se encuentran estrategias para que el actor no sucumba a la fuerza hipnótica que el personaje puede ejercer sobre él; estrategias que son como anclas que el actor arroja para no abandonarse en las aguas de su personaje. La palabra, la acción física, el otro (el antagonista), el espacio, los diferentes elementos físicos de la escena… Todas son anclas que sostienen la presencia del actor, impidiendo su deriva, posibilitando que mantenga cierta distancia respecto a su personaje para que, finalmente, ambos se puedan fundir en los ojos del espectador.