A mis hermanas
Semíramis es una viejecita encantadora, de brazos largos y delgados, elegancia de garza y delicado bamboleo en su nevada cabeza. Es actriz y hoy ha celebrado junto con su marido y pareja artística la última función de su vida. Tras caer el telón y haber recibido los aplausos finales, Nicéforo y la suave Semíramis reciben en «petit comité» y en la «trastienda» del teatro a una insigne retahíla de personajes invitados, empezando, como no podía ser de otra manera, por el imprevisible y omnipresente Godot. Una a una, van apareciendo después, las grandes figuras del teatro a quienes este par de viejitos van recibiendo. Él todo entusiasmo, ella toda amabilidad y entrega. Hasta que Nicéforo anuncia la llegada de la siguiente invitada. Y entonces sucede lo que tenía que suceder: la delicada y amable Semíramis se transforma inesperadamente en un ser enrabietado y retorcido que dice no querer ver a Maria Guerrero ni en pintura para comenzar a gritar después: ¡Puta! ¡Puta! ¡Puta! ¡Puta!
Pocas son las actrices que no se sonreirán en la butaca al ver a Semíramis perder los papeles con tanta generosidad. Generosidad en el sentido de honestidad a la hora de revelar sobre las tablas un tabú que el mundo teatral siempre se ha empeñado en retratar con máscara caricaturesca de farsa. Porque eso son cosas de mujeres y las féminas ya se sabe como son, ¿verdad?… Me refiero a las guerras entre actrices. Una realidad asombrosamente presente que nadie osa tomar en serio. Y que nadie tomará en serio hasta que nosotras mismas lo hagamos. Guerras entre mujeres hay muchas, pero en el caso de las actrices estamos hablando, además, de mujeres con el poder personal muy desarrollado, enfrentadas entre sí, encolerizadas y enfrascadas en una guerra velada o sin velar que requiere y absorbe unas cantidades ingentes de entrega y energía.
El caso de Semíramis es tan arquetípico que enternece. A sus 93 años, la actriz se duele de no haber podido hacer nunca un Shakespeare. Ha hecho otras cosas, a Ionesco, por ejemplo, pero nunca un personaje femenino de Shakespeare. Y he aquí que la mujer encendida que habita aún en la anciana nos muestra la espina clavada, que sigue supurando tantos y tantos años después. Ahora entendemos de dónde nace tal antipatía y fijación por la Guerrero: hace muchos, muchos años que la Guerrero se llevó el papel teatral de doncella enamorada por antonomasia, ese por el que Semíramis también pujaba. Se quedó sin Julieta, la dulce Semíramis, se quedó sin Julieta. La oportunidad de encarnar el amor puro, la belleza, la inocencia y la pulsión de la juventud voló para posarse en el regazo de otra actriz. Una actriz a la que ella dirige todo su odio desde entonces y a la que seguirá odiando «ad eternum».
Pero, ¿estamos las actrices realmente condenadas a repetirnos como los buenos mitos griegos? Y ¿se resume finalmente esta guerra ancestral entre actrices en la obtención o no de un determinado papel? Éstas fueron precisamente algunas de las preguntas que se hicieron las componentes de la compañía A-Teatral a la hora de crear su primer espectáculo. Estas chicas llegaron a la conclusión de que, al final, todo es una cuestión de poder y que, en teatro, un papel, es poder. Así que apostaron por llevar a escena La Casa de Bernarda Alba bajo una perspectiva muy concreta: la de repartir el poder equitativamente. Así, cada una de ellas hizo dos papeles, compartiendo cada uno de ellos con, al menos, otra actriz. La solución que escogieron para que los espectadores no se perdieran con tanto trasiego de personajes fue sencilla y eficaz: Todas vestían de negro y cada personaje llevaba un complemento identificativo que las actrices se fueron intercambiando a lo largo de la obra.
Dicen los entendidos que esto del teatro no es un arte democrático y quizás tengan razón. Pero en el caso de A-Teatral fue hermoso ver un intento valiente de dilucidar cuál es la fuente de desavenencias y rivalidades entre mujeres en teatro. Personalmente, creo que las luchas por la obtención de un papel están estrechamente ligadas al poder en el sentido territorial. Y pocas cosas hay en este mundo que despierten más el instinto de supervivencia que el territorial. Por eso Semíramis veta la entrada de su rival al teatro. Y sin embargo, en esa grandilocuente velada de despedida donde no falta nadie que se precie, también aparece la gran rival. No podía ser de otra manera, ya que los conflictos forman parte de cualquier comunidad y el teatro es la comunidad que ha transformado el conflicto elevándolo a la categoría de arte.
PD: Una forma de enterrar hachas de guerra es pedir ayuda a la rival. U ofrecerla. Ahí lo dejo caer, por si alguna vez nos decidimos a ir más allá de eso de quién es la más bella.