Velaí! Voici!

Le petit prince Peter Pan

¿Os acordáis de la historia de John y Paul, los protagonistas del cuento «La bioquímica del amor…»? Sí, aquella historia de amor que Paul rompió cuando se le extinguieron las substancias bioquímicas que lo ceñían a John.

En la segunda parte del cuento, a Paul, al poco tiempo de acabar su relación con John, le hizo tilín Peter, un chico más en su estilo choni, con un toque cani, matizado por los estudios de conservatorio para flauta travesera. Se desencadenaron las reacciones químicas pertinentes, hubo sexo, se activó la ilusión y surgió el enamoramiento.

Paul, le petit prince de John, ya estaba, de nuevo, metido de lleno en otra relación amorosa, esta vez con Peter. Aunque era joven, Paul, ya tenía un amplio currículum de parejas. Le había dedicado más tiempo y ansias a eso que a cualquier otra cosa, incluso más que a su sueño de ser artista. El arte siempre quedaba arrinconado frente a los guiños y flechas ciegas de Cupido. Cada pareja suponía, además de una descarga anfetamínica endógena, toda una serie de reajustes y dedicación, pero también un roce y, ya se sabe, el roce desgasta y el tiempo puede con todo. Así que, agotados los dos años aproximados que duran los efectos anfetamínicos de la bioquímica del enamoramiento, cual Peter Pan, las ilusiones se marchitaban y la abeja se iba a otra flor.

El sueño de Paul de ser artista, incluso su secreto afán por ser una celebrity, comenzaba a menguar y a diluirse una vez que se había alejado del estilo de vida de John. Teatro, ópera, museos, conferencias, actos culturales, viajes, presentaciones sociales… quedaban lejos, casi como un recuerdo vago o una fantasía de juventud. Ahora que nadie tiraba por Paul hacia esos abismos fascinantes de la creación artística en sus diversas manifestaciones, éste podía sucumbir, junto a Peter, al deleite de las veladas íntimas frente a la televisión, tirados en el sofá delante de una pizza o de un sushi a domicilio. O a la preparación de comidas y postres sofisticados, ya que, tanto Paul como Peter, eran de buen apetito y, además, se les daba bien cocinar, y ninguno de los dos escatimaba ni en el dulce ni en dulzura. Ninguno de los dos sospechaba que cuanto más dulce mayor saciedad y que cuando uno se sacia se acaban las ganas.

El caso es que Paul, entre tanto dulce, sin darse cuenta, pensando que seguía un impulso romántico, lo que estaba haciendo era irse cerrando con Peter, soñando ahora en casarse y tener hijos (perrito y gatito ya tenían). Pero el matrimonio necesita de un patrimonio, y para eso tendría que ponerse a trabajar en lo que fuese, a menos que les cayesen grandes regalos de sus padres. Casarse implica hacer casa donde fundar la institución familiar y ese ancestral modelo de vida sedentario suponía unas renuncias, quizás la renuncia al sueño nómada del artista, que no lleva consigo más patrimonio que sus conocimientos y su arte, ligero de anclas.

Sin darse cuenta, Paul, iba acomodándose en esa vida doméstica junto a Peter, mientras durasen las mieles del enamoramiento o no se volviesen hieles. Comidas familiares, algún viaje turístico, playa, alguna fiesta, terraceo y tapeo, siempre pendiente de la pareja, en directo o vía whatsapp… y la búsqueda de un trabajo que pudiese sustentar las paredes que cierran la casa.

Bodas, bautizos, comuniones, aniversarios… en cuyos estilismos, Paul, podía sublimar sus dotes artísticas ante un público afecto y familiar. Celebraciones en las que ensayaba una dimensión espectacular, como aquellas que salían en las pelis o en los programas del corazón. Pero, pese a los ositos de Tous o a la bisutería de Swarowski y otras marcas de alto copete, los invitados acababan siempre por estropear el glamour en un simulacro forzado en el que el sentimentalismo, las salidas de tono y la sobreactuación, volvían vulgar cualquier intento y frustraban las ansias artísticas de Paul.

Todo apuntaba a que Le Petit Prince Paul no llegaría a reinar en aquel sueño inspirado por Talía que ahora dormía anestesiado en su interior. Quizás porque Paul no había sido consciente de que estaba siguiendo el modelo de vida doméstica de sus progenitores, en un remake más fashion, con un toque más pop, pero, al fin y al cabo, algo muy semejante. ¿Un mártir de David LaChapelle, un San Sebastián de Pierre et Gilles asaetado por pulsiones inconscientes e incotrolables que lo alejaban del camino del arte que tanto parecía admirar, o la víctima de una herencia y unas circunstancias? ¿El destino inapelable, un determinismo de clase?

Es curioso como, en muchos casos, a la hora de escoger pareja nuestra tendencia inconsciente (natural) nos hace emular los patrones y modelos de nuestros padres o de nuestro entorno social más próximo, que actúan de manera interiorizada.

Quizás Paul no había tenido la suficiente fuerza y constancia para rebelarse contra una herencia que, a la postre, acabaría valorando más lo material, todo aquello que nos ofrece la sociedad de consumo como garantía de felicidad, que lo inmaterial del arte.

El camino del arte requiere grandes dosis de reflexión y de rebelión, grandes dosis de constancia. El camino del arte trasciende el enamoramiento y requiere, ciertamente, del amor, de un amor no fungible, robusto, sólido, a prueba de bombas. Un amor sin edulcorantes ni los adobíos de lo sentimentaloide.

Mientras Le Petit Prince Paul no aprenda a amar, no crecerá y nunca llegará a reinar en su sueño, condenado a interpretar un papel heredado, al servicio del sistema de consumo. Para cuando se dé cuenta quizás tenga una casa… pero el sueño se habrá esfumado.


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