Zona de mutación

La camarización del teatro

Los tiempos de incertidumbres en una gestión pública suelen manifestarse con la cara del ajuste, embozado o explícito. Es común que muchos estados, comunas, tengan un calendario de realizaciones que forman parte de la programación cultural, en algunos casos hasta formando parte de una tradición que manifiesta a través de esa circunstancia la evidencia de una política pública que excede los términos de una gestión de gobierno. Pero esas agendas predeterminadas deben afrontarse con presupuestos a veces cambiantes, hasta el punto en que en una situación de crisis el mentado ajuste no se traduce en la caída del compromiso, necesariamente, con dicho cronograma ya estipulado, sino por la envergadura que se concede a los eventos. Y si es de cultura de lo que estamos hablando, va de suyo que la justificación de cualquier despriorización, desvío de fondos y demás se podrá argumentar con el latiguillo de las ‘razones de fuerza mayor’. Hay un sentido común que se va orquestando entre las partícipes de dichos eventos, entre los que destaca la del número de personas intervinientes en un elenco que viaja, lo que significan determinados gastos en estadía, comidas, pasajes, etc, etc. Si esto, antes que en razones de época, no incide a la hora de condicionar los formatos que luego se observan en escena, es creer que todo se inscribe en los designios arbitrarios de creadores que minorizan los tamaños de todo aquello que supone la posibilidad de un traslado. Los factores que inciden para que una actividad como la teatral entre al molde que se le pre-asigna, como lo hacen los pies de una muchacha china en los zapatos que desde su niñez se mantendrán en un tamaño inalterable para moldeárselos a una medida que ya acendrada en la adultez, pretende además ser signo de distinción y singularización. Estos dictámenes que operan los volúmenes (que incluyen la tortura, el martirio contra-natura) se reclaman luego como méritos de austeridad, y hasta de aquilatamiento de algunos místicos contactos que sólo puede captar la pobreza y el despojamiento. La puesta en cuerpo de las compañías, grupos y elencos, de los dictámenes de la crisis, implican un auto-inoculamiento de los designios del Ministro de Finanzas que no está para gastos superfluos, lo que precisará del espacio de los festivales y encuentros para bendecir los benditos renunciamientos materiales, para desafectar la hartura de los necios concupiscentes que sólo son capaces de gozar en el derroche. A los elencos o equipos teatrales de veinte personas, le corresponderán (al menos esos formatos tendrán prioridad, ya no sólo por razones de gastos sino de sentido común) los de dos o tres personas. Aún cuando en catálogos y programas, una silla en el espacio siga teniendo la firma de un escenógrafo, la compaginación de música no original lleve la firma de un musicalizador, y hasta un monólogo aparezca suscripto por el título: «puesta en escena y dirección general», de un tal y tal que revela las ansiedades de figuración que el zapatito chino no logra contener. Se trata en una palabra del ‘teatro de cámara’, donde el signo de opulencia se adapta a las indicaciones minimales que conllevan la moral franciscana de afrontar los bajos ceros de esta época de vacas flacas con una sonrisa y un par de sandalias franciscanas. El teatro despojado, en no pocos casos conlleva esta moral redirigida de los despojos a manos de los despojadores. Ahorrar en despliegues superfluos puede ser un dato encomiable, si eso a lo que lleva es a un teatro concentrado, que bajo el diluyente de la percepción de los públicos encuentra la fórmula y las sustancias para desplegar lo que viene plegado. Recordemos la escritura de un Borges, que hizo de la brevedad, un rechazo a los volúmenes novelarios innecesarios, para encontrar en los meandros de sus frases, la inagotabilidad que certifican sus formidables influencias en los literatos de todas las latitudes. Las consecuencias de una invisibilización y con ello de una inabordabilidad creciente por partes de los públicos masivos, va llevando a que las manifestaciones teatrales se conformen a ser fenómenos tribales que no exceden el interés de los propios realizadores, de los propios teatrófilos cautivos, que gozan del aditamento de una sustancia incapaz de desplegar la condensación de las artes: el conformismo cultural. En este caso, la camarización como portavoz y portadora legitimante de la ‘ley del ajuste’, se levanta en el panorama de las épocas, como el factor que vino a desterrar el tamaño de los proyectos, al cementerio de los dinosaurios culturales.


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