La gaviota/Anton Chéjov/Réplika Teatro
Anton Chéjov en Réplika Teatro
Cuando Chéjov estrena La gaviota en el Teatro de Arte de Moscú, ya es un autor reconocido en los círculos literarios rusos. Sus cuentos, por entonces más de cuatrocientos, se llevan publicando desde hace años en revistas y periódicos del país y, en 1887, se le concede el codiciado premio Pushkin que certifica su destacada posición entre los escritores nacionales. Pero el teatro se le resiste. Su primera obra, Ivanov, se estrena en el teatro Korsh de Moscú en aquel venturoso año 87 y obtiene un éxito apreciable que se repite, incluso superado, al ser presentada la segunda versión en San Petersburgo dos años más tarde. A pesar de ello, el autor no sale satisfecho de esta experiencia: el mundo del teatro le repele con su frivolidad y falta de solvencia artística. Tardará siete años en volver a escribir un drama, La gaviota, que se recibe, en su presentación en el teatro Alexandrisky de San Petersburgo la noche del 17 de octubre de 1896, con un fenomenal pateo. Tan sólo le faltaba eso al autor para decidirse a abandonar definitivamente el teatro. No contaba con que a Vladimir Nemirovich-Danchenko, director artístico del Teatro de Arte y dramaturgo, le había entusiasmado la obra y se la había pasado a su director de producción, Constantin Stanislavsky, para que la pusiera en escena. Así, La gaviota se reestrenó el 17 de diciembre de 1898 con el propio Stanislavsky en el papel de Trigorin, Meyerhold en el de Konstantin y Olga Knipper, la futura esposa de Chéjov, en el de Nina. La representación resultó un clamoroso éxito y será en ese teatro y dirigidas por Stanislavsky donde Chéjov estrenará las otras tres obras que su temprana muerte le dejó escribir: Tío Vania (1899), Tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos (1904). Pero el impacto de La gaviota en la escena rusa fue tal que, desde entonces, una gaviota es el emblema del Teatro de Arte de Moscú.
Temiendo otro fracaso y como no se fiaba ni un pelo de lo que haría el director, Chéjov trabajó mano a mano con éste y llegó a redactar una especie de cuaderno de dirección en el que estipulaba detalladamente hasta los gestos de cada personaje: cuándo lloraba, cuándo reía o cuándo sacaba un pañuelo con objeto de sonarse la nariz. Pero, a pesar de los insistentes ruegos de Stanislavsky y movido tal vez por su convencimiento de que la tarea del escritor es «plantear preguntas y no dar respuestas», nunca le llegó a explicar a éste el porqué de las actuaciones de sus personajes, de modo que el director ruso tuvo que ahondar en sus caracteres y su psicología para entender por qué obraban como lo hacían. Hay que tener en cuenta que, por entonces, la psicología empezaba a estudiarse como una disciplina académica cuya primera piedra era The Principles of Psychology (1890), un libro del psicólogo y filósofo norteamericano William James que hablaba ya del «flujo de conciencia» y el «monólogo interior», precisamente dos técnicas literarias que Chéjov fue de los primeros en usar en sus relatos más modernistas. Trasladada al teatro, esta utilización de lo que hoy llamamos el «subtexto» daba lugar a dos niveles de representación que el propio Stanislavsky llegó a describir perfectamente: «Con frecuencia, Chéjov expresaba su pensamiento no con discursos sino con pausas, entre líneas o mediante réplicas que consistían en una única palabra (…) sus caracteres sentían y pensaban muchas veces cosas que no estaban escritas en las líneas del texto que decían». Así, cuando Arkádina repite su muletilla «soy una actriz, no tengo dinero» sabe en su fuero interno que está condenando a su hermano y su hijo a la miseria. Sobre estos dos niveles, uno físico e inmediatamente perceptible y el otro subterráneo y oculto en los recovecos de la mente, fundamenta Stanislavsky su «sistema», que se expandirá por el mundo tras su muerte. Una rama, la norteamericana, hará un especial énfasis en la interpretación del actor, con toda la deriva que el «método» del Actor´s Studio de Lee Strasberg tiene que realizar para adaptarse al realismo que, hasta hoy, domina el teatro de dicha nación. La otra, la europea, arranca de la tradición rusa para ir elaborando poco a poco un «estilo Chéjov» que se caracteriza no sólo por su psicologismo original sino por la creación de una atmósfera particular que insiste en los motivos más costumbristas de la obra del autor – samovares, viejos criados, ambiente de provincias, inclemencia del tiempo, repetida enunciación de los apelativos… – para resaltar las supuestas esencias y valores de lo que se llama «el alma eslava». Buen ejemplo de esta tendencia lo sería el soberbio montaje de Tres hermanas que, dirigido por Piotr Fomenko, pudimos presenciar en el Festival de Otoño 2006 en el teatro Valle-Inclán.
El problema reside en que nos hemos hecho a contemplar los cuatro grandes dramas de Chéjov en esa forma, bajo esa melodía un tanto edulcorada y melancólica, tras ese tenue velo finisecular que anuncia la llegada del crepúsculo, casi como un continuo en el que no apreciamos falla alguna. Y es que ese encantamiento de la audiencia tiene a veces severas consecuencias en la comprensión de la pieza. Es por ello por lo que hay que saludar, como una ventolera de aire fresco, la versión de La gaviota que Réplika Teatro pone en la actualidad en su sala de Cuatro Caminos. Y es que Jaroslaw Bielski, su director, se ha enfrentado a la obra como lo tuvo que hacer el propio Stanislavsky en su momento, esto es, partiendo de cero y analizándola escena por escena, como si se tratase de una disección. Todo es sencillo, nada molesta. El vestuario no intenta reproducir el de aquel tiempo sino tan sólo sugerirlo a partir de trajes funcionales y el decorado se reduce a una ligera estructura metálica que los propios actores desplazan hacia delante o hacia atrás en función del lugar en el que sucede la acción, en el porche o en el interior de la casa. En cuanto al atrezo, está dispuesto en un rincón y se tira de él cuando hace falta. Y otra excelente idea, la de distribuir al público a ambos lados del escenario de modo que pueda seguir el desarrollo de la autopsia con el mayor detalle, como en el paraninfo de una facultad de medicina. Establecidas estas bases, Bielski procede con la pericia de un forense y, por de pronto, rompe la continuidad del objeto estudiado y, con ella, esa armónica sinfonía que nos mantenía embelesados. Las escenas van apareciendo fragmentadas, una tras otra, como las placas que se colocan en la platina de un microscopio para su estudio y catalogación. Y es como si la obra se abriese a la audiencia, como si la viésemos por primera vez y hallásemos en ella nuevos temas.
Uno, evidente, es el de la incomunicación entre parejas: Konstantin quiere a Nina pero está enamorado de su madre; ésta le quiere a él y también a su hermano, pero los sacrifica en aras de su profesión y sus devaneos de actriz; Arkádina y Nina beben los vientos por Trigorin, una porque sospecha que pudiera ser su último hombre y otra porque desea que se convierta en su primero; Trigorin es el único que sale ileso a cambio de su abulia existencial, él se deja querer y se las lleva a todas a la cama; e incluso Masha, la más chejoviana de la obra por racional y un tanto masoquista, desprecia a su marido Semión, que daría hasta la vida por ella, y está, secreta pero fervientemente, enamorada de Konstantin. Todo un universo que no encaja y en el que todo el mundo se hace daño. Y toda una visión catastrofista de la vida como la que tuvo el propio autor, siempre perseguido por la enfermedad y luchando a brazo partido contra ella sabedor del trágico final. Contemplar cómo se despedazan estos seres en la intimidad de esa casa familiar que a veces finge ser tan alegre a través de la lente de aumento que nos brinda el autor, y hacerlo en blanco y negro, sin trucos ambientales ni atardeceres falsos que le den color, es restituir al dramaturgo en toda su acerba y desgarradora verdad. Pero hay otro tema que suele permanecer dormido en las producciones estándar y que es determinante para el autor: la titánica lucha por la que tiene que pasar el escritor para empezar a dominar su arte y darse a conocer por un público ajeno y una profesión acartonada. Un trance que tuvo que superar dos veces: primero, para transformarse a sí mismo del plumífero humorista y satírico que fue al maestro del relato que vino a ser; y luego, para transitar de la literatura al teatro con las dificultades que se han visto. Y es que en La gaviota, por debajo del drama de los enamorados, se está desarrollando una verdadera tragedia que le atañe al autor por dos vertientes. Sin duda él es Trigorin, escritor afamado que está cansado de escribir sin parar como Chéjov lo estuvo tantos años, elaborando cuentos pagados a la línea para sostener a su familia. Pero por otro lado, él querría ser Kostia, el autor modernista incomprendido que rompe con todos los tabúes y escribe piezas simbolistas con total libertad. De ahí que Konstantin se pegue un tiro (ese tiro de Pushkin, siempre presente en el teatro ruso) cuando las dos tramas, la sentimental y la artística, confluyen conformando la tormenta perfecta: no sólo Trigorin le aventaja en la fama sino que también es el amante de Nina y lo que todavía es peor, la ha abocado a un porvenir desesperado.
El elenco, muy joven, procede mayoritariamente de la escuela de Réplika y se mueve por el escenario con determinación y soltura. Destaca de entre ellos Raúl Chacón en el papel de Kostia, dotándolo de esa desesperación y de esa angustia que demanda todo final de siglo. En cuanto a sus mayores, están insuperables, tanto Socorro Anadón en su rol de Arkádina como Manuel Tiedra, un característico de lujo, en el de Sorin. A Chéjov no le complació que Stanislavsky le diera al personaje de Trigorin un aire más liviano y despegado de lo que él hubiera deseado. Lo quería más cínico. Bielski toma el camino del director del Teatro de Arte: un acierto. Su Trigorin está al cabo de la calle, no tiene voluntad. Y por eso puede llegar a ser tan peligroso y su proximidad tan mortal.
David Ladra
Título: La gaviota – Autor: Anton Chéjov – Traducción: Jorge Saura y Bibicharifa Jazimziánova – Espacio escénico, versión y dirección: Jaroslaw Bielski – Intérpretes: Manuel Tiedra (Sorin); Raúl Chacón (Konstantin); Rebeca Vecino (Masha); Daniel Ghersi (Semión); Beatriz Grimaldos (Nina); Socorro Anadón (Arkádina); Jaroslaw Bielski (Trigorin) – Escenografía y vestuario: Réplika Teatro – Diseño de iluminación: Jaroslaw Bielski – Espacio sonoro: Chema Pérez – Ayudante de dirección: Mikolaj Bielski – Producción ejecutiva: Socorro Anadón – Producción: Réplika Teatro – Justo Dorado, 8 – hasta el 29 de diciembre