La excedencia del ser teatral
El futuro como lo obsoleto a ganar apenas a través de una cuestión de tiempo, viene a establecer la diferencia entre futuro y pasado justamente en la experiencia de la obsolescencia. La ansiedad por vivir lo no vivido hace del presente una vivencia ansiosa y por ello angustiosa que se satura en su propio afán. Lo que se mira por la ventanilla del tren se sostiene en la ilusión de que el paisaje no se acabará. Pero en un recorrido finito, por imperio del fin de lo desconocido, no hay otra salida que recrear. Recrear la mirada, recrear el valor de los ingredientes, el orden de los factores. Que el mundo finito aburra no tiene que ver con el fin de los tiempos. Ser un gusano rebosante desovado en los detritus de los sistemas saturantes no sólo demanda entender a la mierda, sino a que la química entre materia muerta viva y materia muerta es la misma, por lo que la barra que las separa, sin que esto implique una prerrogativa de unos componentes sobre otros, es nada menos que el misterio de la vida. Pléyades de artistas optan por hacerlo a través de la shakespearidad de Shakespeare. Jugando a que el sucesor, por momentos, es igual o más que el magno precursor. En ese fingimiento hay una pose teatral inundada de patetismo. La brechtianidad o la beckettianidad, no ya el brechtismo o el beckettismo, con ser lo cómodo, expresan el camino de ‘l’idée reçue’ como lo cita Félix Duque de Gustave Flaubert; el camino instaurado que funciona en la trasmisibilidad acrítica de las ideas o maneras de hacer. No escapa que a ese camino consagrado y trillado parece quedar condenado el teatro. La respuesta, la versión, la adaptación, la recreación, la relectura, la re-escritura, no más que los eufemismos formales que atan la expectativa artística del teatro a ese ‘efecto Re’, donde la repetición lava la conciencia que depone vérselas con mundos nuevos, hombres nuevos.
En el punto máximo del desarrollo, no quedaría otra salida que la reversión de la marcha. Desandar, pero no en sentido lineal sino a través de saltos ónticos, existencializantes, sobre territorios ya pisados, ya hollados. Se cambia el tono, la velocidad, la acrobacia y hasta el orden, anagramatizando las frases existenciarias y calmando las viejas angustias de la representación, por la tenue complacencia de echar mano con espíritu recombinatorio a lo que hay.
Un teatro de energías que se buscan en profundidad. La infinitud interna sólo se demuestra eficaz cuando ayuda a multiplicar palpablemente la relación humana con el entorno. Hacer teatro político porque hace mucho tiempo no reina en los espacios como un género estetizable igual que cualquier otro, o hacer más comedias porque andamos pasados de tragedias, y salidas de ocasión por el estilo que no hacen más que sancionar la mismidad en medio de un sistema miope. Que tales expectativas pudieran encontrarse en nuevas modulaciones del arte frente a las instrumentalizaciones que el poder, las industrias o los gustos hacen de él. Ya al ‘entrenar para’ remite al drástico ‘para qué’. Los musgos mortuorios del nihilismo ya le llegan a la boca al cuerpo del teatro, en dilaciones que pasan por oscilaciones del ‘teatro de texto’ hacia el ‘teatro de imagen’, para así todavía tener chances de volver a la palabra, al ‘teatro de regreso a la palabra’, casi como en aquel tango: «vuelvo vencido a la casita de mis viejos».
Si no es una ronda supersónica que horada la oquedad, no vale reincidir en lo agotado. Si el arte está por encima de todas las ramas artísticas, poco importan los formatos, los títulos, las denominaciones y motejamientos. Poco importa que el teatro se sepa teatro. El teatro des-sabe, es un apóstata de sí mismo, un desertor de sus viejas aquiescencias infalibles. El genio no fue Edipo develando el enigma de la Esfinge, el genio fue la Esfinge cuyo reinado y poder consistía en que no le develaran el misterio. El tiempo del enigma resuelto no es sino la secularización, el prosaísmo y la ristra de prohibiciones de la iglesia cristiana por la explicitud de sus mensajes.