Mirada de Zebra

El puente

El puente

No es común realizar ningún acto especial cuando entramos en el baño. Ni cuando entramos en la cocina, en la sala de estar o el ascensor. Tampoco cuando cruzamos la puerta de un bar o un autobús. Si lo hiciéramos daríamos señal inequívoca de locura. Es habitual, sin embargo, que alguna acción particular preceda la entrada a un espacio religioso, sea un templo, una mezquita o una iglesia, o un lugar que sin cruz o símbolo parejo que lo señale como tal, esté cargado por una atmósfera sagrada. Similares momentos de tránsito, aunque lo sacro se sumerja bajo lo secular, se pueden encontrar también en el deporte. Los luchadores de zumo o los jugadores neozelandeses de rugby, son ejemplos fácilmente reconocibles. Pero también los protagonizan jugadores de cualquier deporte que saben que necesitan cierta transformación antes de saltar a la cancha, donde intentarán llevar su límite más allá de donde el entrenamiento lo dejó. Deportistas que calientan de una forma particular, que se visten siguiendo siempre el mismo orden, que realizan algo parecido a una danza antes de cruzar esa línea que define el espacio de juego. Rutinas triviales para quien mira, pero trascendentes para quien las hace.

Hablamos de un rito de paso, del tránsito de un umbral, que más que evidenciar el paso de un lugar profano a otro más o menos sagrado, prepara el cuerpo para transitar de una presencia a otra. Un acto ritual, no necesariamente religioso, que permite encender la presencia, cambiar su valencia, mutarla de un estar y ser cotidiano, a un estar y ser extracotidiano.

En el teatro Noh, hay un lugar específicamente diseñado para que acontezca esta sutil conversión de la presencia del actor. Se trata de un puente («hashigakari») que une el lugar donde el actor se viste y maquilla ante el espejo, con el escenario donde tendrá lugar la ficción escénica. Necesariamente antes de que la obra dé comienzo, el actor debe atravesar dicho puente, debe percibir el recorrido que va de la preparación al acto, de lo real a lo imaginario. Esa es precisamente su función, servir de unión de dos mundos, el secular y el sagrado.

Por todo ello, desconfío si un actor no se cambia de ropa antes de entrar a un ensayo o a un entrenamiento. O que aún cambiándose de ropa, se dirige directamente a escena sin más preámbulo, sin dar tiempo ni espacio para que la voz y el cuerpo estén en disposición creativa, para que todo el órgano expresivo del actor se sitúe al borde de la eclosión escénica. Desconfío si el actor no transita por ese puente simbólico que lo conduce de una presencia cotidiana a una extracotidiana. Me da la impresión de que antes de empezar ya ha achicado sus límites expresivos, como si hubiese renunciado a la infinitud del lienzo en blanco que debería ser su cuerpo, quedando abocado a pintar sobre un cuadro que ya está esbozado.

Curiosamente, hay una obra de Zeami, figura primordial del teatro Noh, donde se describe un puente sobre el cual órbita toda la historia, y que separa el mundo de los vivos del nirvana: «Este puente no fue construido por manos humanas sino divinas, además está cubierto de musgo resbaladizo. El valle que separa ambos mundos tiene miles de metros de profundidad y el corazón se estremece con sólo oír el rugido de la cascada que cae al fondo del valle». Una descripción que puede jugar a ser la trasposición poética de ese rito de paso del que hablamos.

Evidentemente, ese puente que el actor construye no es una elaboración divina como el de Zeami. Es un simple acto humano, a veces tan sencillo que pasa desapercibido. Un calentamiento, un canto, un estiramiento. Algo incluso más sencillo como un cambio de ropa que implique algo más que un desvestirse. Algo que incite a colgar metafóricamente lo que nos cubre en el día a día. Construir, en definitiva, un puente de acción que nos conduzca a una orilla donde se desvanezca la memoria de esa otra orilla, la de la vida cotidiana.


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