El muro
Los valores desmitificantes que ha tenido en el templo del arte el ‘ready made’, tiene también sus connotaciones negativas a la hora en que lo indiscriminado que se auto-reivindica artístico, no sólo lleva a la confusión sino a la obturación de los canales sensibles. Todo es arte (presuntamente) pero cada vez menos artistas. Avelina Lesper, crítica mexicana, salió al ruedo a contrarrestar las imposturas y a chocar con todo un mundillo que hace de la falta de rigor un sistema de adelantados, descubridores y colonizadores del arte contemporáneo. Lesper no sólo dirige sus dardos al performance, sino al arte en general. La enfermedad de ‘curatorismo’, donde arte parece ser aquello que se dictamina que lo es, por imperio de quienes han tenido a bien hacerse con una plataforma de lanzamiento de naves al éter estético, contando con la anuencia de algunos crédulos dispuestos a aceptarlos, alcanza y sobra para desatar el spaesamento más procaz. Así las cosas, no hace falta pasar por ninguna experiencia. El presunto artista se hace de un arma con la que va a hacer lo imposible por liberarse de toda incomprensión, a base de sostener propósitos que si el público no entiende (ni quiere decodificar) es porque toda recepción es parte de un proceso y de una preparación. Puro hándicap y prerrogativa para los polizones del barco del arte, que ya pueden tirarse a dormir porque el operativo está lanzado: si todo es arte, nada lo es. Las anomias sólo se contrarrestan con las inducciones policiales del doquierismo. Cualquier mierda de perro en un cantero es capaz del adviento del arte, para lo que sólo precisa del instante del descubrimiento, que una mirada se pose en él. Las miradas están claramente administradas por las autoridades perceptivas. Como no hay tierra virgen, el aparato induce a tomar las sendas donde la gente se va a encontrar con tales y cuales ‘obras’. De espontaneidad, autenticidad, ni hablar. El territorio, con el remolino de sus maelstroms, sus vientos cruzados, no invitan a un criterio de localización sino a un arrasamiento. Ya no se es un extraño en él, la propuesta verdadera es tener la levedad exacta para ser llevado por las ráfagas. No importan las obras sino el ejercicio arbitrario, libérrimo donde se ilumina la utopía de la autonomía. El mero hábeas corpus (cuerpo presente) de cuerpos desidentificados, ávidos por salir a la palestra a recibir algún masajeo de reconocimiento que los haga sentir vivos. Todos querrán probar sus disparos a los patos en el parque. En una hora difícil lo que vale es un consuelo, aunque sean falsos. Se prodigan convalidaciones emocionales. Al final todo este galimatías, de imposibles singularidades verdaderas, sólo remite a una buena autoridad, a una buena policía. Cualquier trance que compromete el hímen que sostiene el espectro civilizatorio, compromete los asideros de un arte sin anclajes. Cualquier causa inventada, caprichosa, es susceptible de justificar un servicio al mundo. Se inventa al Otro, pasible de una digna compasión. He ahí un tema. Antes que silencio el sentimentalismo de alteridades inventadas. El artetismo es la catarsis urgente que permite liberar del peso de una libertad difícil de asumir. Alardes terroristas solventados en el propio miedo. No hay nada para decir. Lo que vale es la sobreactuación. Hay expertos que la explican y la bajan a manuales. Mientras tanto, el vacío delante, como un muro.