Trabajar la rabia
Alguien me dijo hace poco que tenía que trabajar la rabia, que la rabia era una fuerza muy poderosa en escena y que tenía que aprender a activarla y a utilizarla cuando fuera necesario. Que tenía que ser capaz de abofetear con la mirada, de derribar con el movimiento de un dedo, de golpear con la voz.
Y probé; pero la rabia no llegaba; y seguí probando, pero la rabia seguía sin llegar; y me di cuenta de que mi rabia no se sabía rabia y que no se sentía convocada a mi llamada. Me di cuenta de que la rabia que yo reconocía como tal era una rabia domesticada puesta al servicio de un ser social no rabioso. Tener la rabia es una enfermedad y nosotros no nos ponemos enfermos, porque estar enfermo es ser débil y nosotros, todos, somos fuertes e invencibles.
Y la rabia no llega, no la de verdad; llega otra, una rabia gaseosa que se deshace en pequeñas burbujas que quedan suspendidas en el aire; esa rabia si llega, esa rabia que se desactiva antes de explotar, esa rabia que no es peligro sino fogueo; pero la de verdad no llega; y te das cuenta de que estás entrenada para no estar rabiosa, para aceptar, para ser flexible; para vivir en un mundo global y tecnológico, cambiante y camaleónico que exige de nosotros esa flexibilidad extrema como sacrificio a los dioses para vivir entre sus fauces; y la rabia no llega, y te das cuenta de que a pesar de que cada vez tengamos menos derechos, de que la sociedad en la que vivimos sea cada día más gris, más desigual y más inhóspita, la rabia no termina de llegar, y de que a pesar de que te de vergüenza que te gobiernen quienes te gobiernan, la rabia no llega todavía.
Y la rabia, la supuesta, la que debía de llegar; cuando llega es una rabia sin cara, una rabia impersonal sin destinatario, una rabia que no es rabia sino desconcierto, una rabia que se deshace en burbujas que se ríen en tu cara al intentar ponerle rostro, una rabia con risa de leyes: de reforma laboral, de seguridad ciudadana, de educación, del IVA, del aborto, de la desmantelada ley de dependencia. Y la rabia, la de verdad, sigue sin seguir llegando.
Y la rabia finalmente llega, la rabia por no poder sentir rabia se hace rabia al fin, y te explota en el pecho y en la cara del otro: «¡que te jodan!», le dices mientras le miras a los ojos, y lo decías en serio aunque no fuera personal; y ya no hay burbujas en esta rabia, sino deseo de golpe; pero al instante te encuentras pidiendo perdón sin querer pero queriendo, respondiendo a una necesidad programada de no herir al otro, de no causar daño aunque fuera necesario; «lo siento», le dices; «no lo sientas y trabaja la rabia», te dicen la mirada y las palabras que obtienes por respuesta.
La rabia pasa por la desobediencia, desde el teatro, para llegar a la calle, porque ninguna de las dos debería quedarse únicamente en los escenarios.