Críticas de espectáculos

Onegin, Commentaires/Alexander Pushkin/The New Riga Theatre/XXXI Festival de Otoño a Primavera de Madrid

Teatro de arte

 

Escrita entre 1823 y 1831 y publicada en 1833, Eugenio Oneguin, una novela en verso, fue la obra favorita de Pushkin en cuanto el escritor era consciente de que, además de responder a la nueva estética romántica que se había impuesto en Europa, su poema contenía una descripción realista, sardónica y pormenorizada de la sociedad rusa de su tiempo. Una sociedad que le rechazaba por sus ideas revolucionarias y sumió su juventud en un largo destierro hasta que su compromiso con Natalia Goncharova, una joven y bella aristócrata con la que se desposaría en 1831, le abrió las puertas de la corte del nuevo zar Nicolás I. Y una sociedad que terminaría devorándole cuando, inmerso ya en la vida cortesana que le impuso el monarca como gentilhombre de su cámara, tuvo que salir en defensa del comprometido honor de su mujer y encontrar la muerte en un duelo que tuvo mucho de confabulación. El disparo que acabará con él retumbará en Rusia durante todo el siglo XIX hasta encontrar su eco en el tiro que se da Trepliev en La gaviota de Chéjov, consagrándole así como el poeta más grande de toda la nación y abriendo uno de los períodos más brillantes de su literatura.

La función que nos acaba de presentar el New Riga Theatre en el Festival de Otoño a Primavera de la Comunidad de Madrid se desarrolla toda bajo la advocación del maestro, cuya efigie, siempre iluminada, preside la escena desde el principio al fin. Y es esa presencia permanente del poeta la que parece inspirar a Alvis Hermanis (de quien ya vimos aquí Sonja y Long Life en 2009) la devoción, exquisitez y mimo con los que está tratada la representación. Confrontado a ese ejercicio tan del teatro de nuestros días que es trasladar a las tablas una obra narrativa, el director letón plantea su montaje como un taller-laboratorio sobre la novela. Ahí está por de pronto, acumulado a lo largo del estrecho escenario, todo el atrezo necesario para una posible representación: escritorios, librerías, camas, canapés, butacas, sillas… todo el ajuar de la casa de campo de un terrateniente de la época dispuesto para ser utilizado. Luego se abre una puerta y comienzan a entrar los personajes. El primero que se nos aparece denota unos rasgos simiescos y se mueve como un orangután por entre el mobiliario de la sala. Bien podría tratarse del propio autor, de lo parecido que resulta al retrato que Vasily Tropinin hizo de él en 1827 resaltando su pelo encrespado y sus largas y velludas patillas que le asemejaban a un mono, mote éste que, por descontado, no dejaron de darle sus contemporáneos máxime cuando su bisabuelo materno, Abram Hannibal, fue un joven africano de raza negra que, vendido como esclavo en Constantinopla, adoptó el monarca Pedro el Grande convirtiéndole en su compañero de armas. Además de la visión irónica de Hermanis, algo de la bravura, elasticidad y presteza de su antecesor debía de quedar en el Pushkin histórico para retratarle así aquí, como un primate. Si no es también una alusión a su estrecha camaradería con un aventurero, Fiodor Ivanovitch Tolstoy, apodado «el Americano» y pariente lejano del autor de Guerra y paz, que se paseaba por el mundo acompañado por un orangután.

Tras el autor entran en escena cinco de los personajes de su novela. Entre ellos, los cuatro principales: Eugenio Oneguin, un «dandy» que no sabe que hacer si no es acicalarse, correr de timba en timba, ir al teatro para dejarse ver y levantar de paso alguna pieza con objeto de llevarla a la cama; Vladimir Lensky, un joven poeta, soñador y romántico, con el que Oneguin va a entablar una buena amistad y que es el prometido de Olga Larina, una representante, muy hermosa y bastante coqueta, de la aristocracia rural; y tal vez el carácter más sublime de la obra, Tatiana Larina, la hermana mayor de Olga, una mujer de apariencia discreta pero de corazón apasionado que se enamora perdidamente de Oneguin y es rechazada «educadamente» por él. En cuanto al quinto personaje, que asumirá el papel de Zaretsky, el árbitro del duelo en el que Oneguin matará a Lensky, será también la voz de Yuri Lotman (1922-1993), lingüista y semiólogo ruso especializado en la obra de Pushkin, de quien proceden la mayoría de los comentarios utilizados en esta versión.

Experto en el teatro documental, del que ha dirigido ocho espectáculos sobre temas letones de 2003 a 2011, Hermanis va disponiendo estas notas, acompañadas de sus correspondientes proyecciones, a medida que avanza la acción de la novela y pueden aportarnos alguna aclaración sobre lo que sucede. Así nos enteramos del poco aprecio que mostraba la aristocracia rusa por la higiene, convencida como estaba, y con razón, de que el agua era portadora de epidemias; del pestilente olor que provocaba la mezcla de sudores y perfumes en cualquier aglomeración; de las horas que dedicaba un dandi a su aseo personal o su peinado; del alto concepto del honor que tenía la aristocracia rusa y la llevaba a batirse en duelo de continuo; o de las reglas que regulaban estos lances… un compendio de usos y costumbres de las clases altas del zarismo a comienzos del XIX sin el cual las reacciones de nuestros personajes se hacen difíciles de entender.

Dispuestos como estamos a disfrutar de la obra de Pushkin, ¿qué hacen sus caracteres una vez repartidos por el escenario? Pues, como era evidente, no «representarla» en el sentido tradicional del término sino «presentarse» ante nosotros y «mimar» las acciones y acontecimientos de la novela como si se tratara de las ilustraciones de un cuento. Y es que Hermanis se resiste a ir más allá, a enfrentarse a una representación en toda regla que pudiera llevarle, como ocurre con la ópera de Tchaikovsky, a traicionar los versos, las «stanzas» de la novela y contaminar su pureza. Así que los actores «hacen de» dandi, de poeta romántico, de chiquilla un poco desenvuelta y de una posible antecesora de Anna Karenina, pero «no son» ni Tatiana ni Olga ni Levsky ni Oneguin aunque lleven a veces su caracterización hasta el límite de la caricatura, como es el caso de este último. Todo ello porque el director, al contrario de lo que leo en los programas de que, tras su época documentalista, ha vuelto a montar la «cuarta pared», la ha deshecho en pedazos y quiere que la «representación» de la novela se produzca en el imaginario del público, que éste sea a la vez coautor y partícipe de la historia que nos relata Pushkin como una premonición de su propia muerte (por eso está ahí «el mono»). Rencarnación de la obra en nuestras mentes que no resulta nada difícil de montar dada la genialidad de sus intérpretes y el gusto e inteligencia del director de escena.

Señalar también que, en esta función, los sobretítulos habituales se han sustituido por una traducción simultánea a través de radiorreceptores individuales. Lo que se gana en comodidad y visualización del escenario, se pierde al no poder oír correctamente la voz de cada actor. Y aunque la traductora hizo un trabajo ímprobo, convendría, de seguir este método, mejorar la calidad de la elocución.

David Ladra

Título: Onegin. Commentaries, basada en la novela de Alexander Pushkin – Dirección: Alvis Hermanis – Intérpretes: Iveta Pole, Sandra Kjavina, Vilis Daudzins, Kaspars Znotins, Ivars Krasts, Andris Keiss – Diseñador: Andris Freibergs – Infografía: Ineta Sipunova – Sonido y vídeo – Gatis Buiis – Iluminación: Arturs Skujins-Meijns – Diseño de iluminación: Krisjanis Strazdits – Producción: The New Riga Theatre (2012) – Teatros del Canal, Sala Verde, 14, 15 y 16 de febrero 2014


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