Zona de mutación

El director que danza

La historia de la representación y el espectáculo escamoteada por la historia de la literatura, devela en la figura del director la de una figura réproba en el camino de definir una acabada visión del arte teatral. Esa visión literaturizante, amojonada por picos de excepcionalidad que iría de los griegos al teatro isabelino, a la Edad de Oro española, a los franceses y al teatro moderno, no alcanzaría a explicar los tremendos agujeros negros que quedan vacíos y hasta desmienten toda posibilidad de encadenar motivaciones que llevaran a este arte desde el siglo V a. d. C. a nuestros días. Pocas funciones y figuras como el director teatral han pagado por tamaño endilgamiento conceptual, cuando no ideológico y tendencioso.

El súmun de la proclama artaudiana, de poner justamente al director en el centro de la recuperación de un teatro sistemáticamente desnaturalizado, más que una cíclica reivindicación, descorre un velo enajenante que quien sabe aún si se pueda compensar.

Los optimistas de reencantar el mundo, y en lo que particularmente se refiera al teatro, a través de volverlo hacia un sino sagrado, no hacen más que caer en el riesgo de reemplazar lo ciclópeo de una alienación por otra. Cómo se subsana en la práctica, los milenios de un camino seguido y trillado.

La mentira mayor del teatro no reside en la de hacer pasar una cosa por otra o en hacer creer en el actor, que por un momento será otro, sino en la impostura que representan miles de años residiendo en un ejercicio del poder discursivo, escriturario, capaz de ocultar simultáneamente el desmedro a la pulsión real, al ejercicio desiderativo del pueblo llano.

El daño que el escolasticismo le ha engendrado al teatro no se anula con fanfarronadas amedrentantes de algún enteradillo de ocasión, ni con el berrinche gore de algún iluminado a energía catódica, que podrá ser capaz de conmover a sus padres, pero no de ocultar que en la secularización de cuño democrático, viaja el servilismo y la participación, a través de los siglos, del arte dramático en el control social.

La participación en el proceso cultural, sustrajo el componente libertario de una energía transgresora que milenariamente supieron guiar los directores de los eventos. Cuando no hubo dramaturgos para dejar plantada la oriflama de la existencia teatral, los hacedores alternos quedaron en un oscuro anonimato. Salvo un no menos conformismo de quienes optan por lo innominado, como les cabe a los constructores de ilustrísimas catedrales, tendrían en la disputa de cartel de cualquier artistejo contemporáneo, la exposición a corazón abierto de lo que implica la sustracción de la firma.

La palabra escrita se ha ocupado de tramar el cuadro perceptivo oficial. Si la palabra vuelve al teatro sin mediar la conciencia que lo que se impone es una neo-palabra discordante de la que ha montado el servilismo del teatro al poder, a su palabra expresada en los edictos, las bulas, las censuras, las condenas, de nada servirá que se proclamen posdramáticas o que se auto-exculpen del modelo antropológico que han colaborado a crear.


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