Después de la mano
Estoy sentada en un bar. Enfrente, en la barra, un hombre me mira, me mira con vergüenza, siento ternura por ese animal avejentado y sin maniobra erótica. Pienso que será lo indicado en esta situación y la generosidad sin límites visuales es una forma de amor a la distancia. Cruzo las piernas un poco más, la falda se sube, abro las piernas lo máximo que la mesa y la silla me lo permiten. Siento sus ojos como faroles iluminando lo que no se ve.Bebo tranquila una copa, de vino, bajo la mano, y ahí decido mirarlo, intento decirle con la mirada, que sin hacer nada se puede avanzar mucho, que libere la imaginación, ni el bar, ni las ajenidades detienen una fantasía personal.
Vi el sudor brillar en su rostro. Por favor:no vayas al baño, no seas vulgar, sé valiente, pensé en su erección , en la explosión de un vaquero que no miente,en sus años, y me dio felicidad verlo aturdido, negando la adolescencia que le tomaba el cuerpo.
Decido irme, no hay que concretar lo que ya sucedió. Salgo del bar, la gente comenta la última producción de teatro que han visto, los rostros son confusos, acalorados, mujeres que intentan ser bellas aunque sea un viernes de noche, hombres que no pueden con la desesperación del tiempo y sólo miran el escote lejano. Las mujeres y los hombres se encuentran en el bar, vienen de compartir una función, se desencuentran eroticamente. Nada puede ser salvado, sin el aullido salvaje que el deseo impone cuando se apodera de tu cuerpo.
El hombre se acerca, el viento me desordena el pelo y no puedo controlarlo. Me habla, me dice que sabe quien soy que quiere solamente charlar. Mi risa escandolosa lo aparta y lo inhibe una vez más. Se encoge sobre su gabardina clara. Insiste: «sólo quiero conversar». Todos queremos conversar, ¿por qué pedís disculpas? No pretendo conocer tu debilidad a solas, no me erotizan los desconocidos que se excitan con mis piernas abiertas en un bar. No soy perversa, estamos jugando. Vos jugás con tus fragilidades, yo las observo, dirijo teatro, no intento abusar de la observación, pero es lo que me atrae de las personas. Me propone otra vez tomar una copa, café o lo que yo quiera. Nos sentamos en una mesa. Conversamos hasta que nos echan del bar. Caminamos en la madrugada y le propuse ir a otro bar, que la charla no se detenga. Encontramos un pequeño café, un poco escondido. Bebimos. Conversamos sobre desencuentros, sobre responsabilidades y las bellezas que nos perturban. Él me dijo: «debo confesarte que hace rato que te admiro y te deseo». Lo sentí un halago, y le dije: me conmueve que alguien con tantas arrugas todavía mantenga el deseo vivo.
Le pregunté: sin ánimo de ofender, ¿qué edad tenés?
82, respondió.