Zona de mutación

Ley sanguijuela

¿Qué le da el cine al teatro? ¿Una mímesis de segundo grado, o mejor dicho, de baja intensidad? Ya lejos del esencialismo del arte que vale por su identidad, por lo que le es específico, ¿qué pretende sugerir el teatro aviniéndose al remedo montajístico propio del cine? El remedo, por imperio de su presencialidad, siempre retardado con respecto a lo que en el cine puede resolverse en consolas, mesas de edición y demás tecnologías. En todo caso, de lo que se trata es de un esteticismo a la cinematográfica. La remisión a lo que es propio de las películas, trae aparejado una idea de ritmo, de vértigo que resulta condigna con la de la vida actual, así como de cierta forma de actuar que los propios medios tecnológicos condicionan sobre códigos expresivos y de verosimilitud, emitidos en el máximo de sutileza. Sutileza que el marco perceptivo del teatro debe obligadamente amplificar, hipertrofiar, lo que da al sistema de intercambio sensible del arte teatral un cariz definido como áspero, tosco. La peliculización del teatro, lo expone a ir siempre a la zaga, según la visión que lo asimila representacionalmente a los devaneos expresivos de una actividad artística que no es ella misma.

¿La idea de cine se adosa al teatro como un principio de eficacia? ¿Los efectos de relato, con sus saltos, sus flash-back, sus subjetivaciones en imagen, entre otros, hablan de una manera de condensar o administrar tiempos? ¿Radicalizar los códigos espaciotemporales equivale a que con ellos se intensifican los recursos relacionales?

Las dramaturgias pegan violentos volantazos hacia el guión, cuando no a la narrativa, sin fijarse que la literatura vive sus propios agostamientos. Una cosa es padecer la crisis de un pasado milenario, otra es vivir de tales ago(s)tamientos.

Estos trasvases son manotazos de ahogados, estilizaciones superfluas alrededor de la tumba, o el complejo de inferioridad sublimado a un travestismo técnico-formal que se resuelve en una pátina de ‘thriller’.

Quizá en el proceso que devuelve la figuración a las artes plásticas, o en la vuelta de la palabra a cierta dramaturgia, exista el germen explicativo de la internalización de una muerte. La sobrevida parásita, asegurada con la ‘ley sanguijuela’, que avala el montarse al despliegue y la energía de otro/a, puede alcanzar a simular una prolongación devenida de un aparato que corre con el gasto de forjar la certificación de falsa vitalidad. Desconectar el aparato, sincerar con que se cuenta con la capacidad para sostener los signos vitales propios, o directamente optar por el régimen de actuar la vida, reverbera más en un código zombi tan de moda por estos días.

Bastaría ver si la semivida de lo no genuino, de lo que se autoabastece como segundón, alcanza para solventar los arietes que se precian como aptos para perforar los muros de la contemporaneidad.

El teatro corre el riesgo de un destino de sombra, que se conforma con mirar por detrás del hombro de un rostro protagonista, efímero, en tanto es quien recibe los embates destructivos en el frente de la compulsa cultural.


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